jueves, 2 de octubre de 2014

De Roncesvalles a Zubiri (III)



Posiblemente, en estos tiempos «malos para lírica», que decía una vieja canción, el sujeto de reflexión al que más tiempo y esfuerzos neuronales dedicamos quienes nos sentimos de izquierdas, sea a definir nuestra propia ideología más allá de un simple talante, de un sentimiento, de una actitud frente a la vida.

El trayecto que nos lleva del gran centro jacobeo de Roncesvalles a la mucho más modesta localidad de Zubiri, a diferencia del de la víspera, se encuentra jalonado de poblaciones entre las cuales podemos marchar protegidos por la frondosidad del bosque atlántico, húmedo, verde, de robles, hayas y algún despistado castaño que, en esa zona del norte de Navarra, alcanza todo su esplendor.

Nuestras primeras horas dan para la introspección. Un inocente «buen camino» (pocos peregrinos se saben lo de ultreia) da lugar, por exigencias de un andar acompasado, a la charla distendida con una pareja, padre e hija, de Vitoria.

No entramos en muchas cuestiones personales, pero sí íntimas. Puede parecer llamativo pero tengo observado que el caminar nos hace proclives a la intimidad más honda, a hablar con soltura de nuestros sentimientos más profundos, sin siquiera bajar la voz. Quizá el hecho de identificarnos unos a otros como peregrinos, como caminantes, facilita esta comunicación que se me antoja inverosímil en otro contexto, incluso con las personas más cercanas. Admito haber contado más cosas sobre mi yo interior con aquellos compañeros de camino que con algunos compañeros y compañeras concejales con los que he trabajado codo con codo durante años.

Con el paso de los días fui observando en los demás y quizá en mí mismo que el primer tema de charla, más allá del tiempo, las botas, las ampollas y el objetivo fijado a corto plazo, o sea, la siguiente etapa, son las motivaciones de cada uno para emprender esa larga marcha de más de ochocientos kilómetros.

Hacer turismo, una forma amena de hacer deporte, conocer gente, ver arte románico, escudriñar las huellas en la península Ibérica de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón (los templarios, vaya)… pero sobre todo, para buscar «algo», no tanto en las piedras o las sempiternas marcas de pintura amarilla, como dentro de uno mismo.

«Paz» es la manida palabra que de manera poco imaginativa utiliza el peregrino medio para expresar el objeto de su búsqueda. Y es cierto que en este mundo estresado por las complicaciones, las crisis políticas, económicas y morales y las contingencias de toda índole y condición, andar, simplemente andar, por el campo, en comunión con la naturaleza, la mayor parte del tiempo en silencio… aporta mucha necesaria paz.

El Camino tiene, no sé decir… Quizá se halle trazado sobre alguna surgencia telúrica que nos pasa desapercibida. Quizá las sandalias, los pies descalzos y hoy las botas con suela Vibram hayan creado un poso a lo largo de los siglos, un aire especial del que vamos respirando quienes nos adentramos hoy en esa vía que lleva recogiendo sudores más de mil años.

Estoy seguro de que quienes hayan conocido de primera mano la ruta Jacobea saben de qué hablo. Es un lugar común de charla entre peregrinos, el lugar común por antonomasia.

También es verdad que hay gente con una «pedrada» en la cabeza que… Ya, ya os hablaré del canadiense abertzale que se había encontrado a dios o de la belga pelirroja de origen polaco que decía presentar hasta estigmas, como la Sor Patrocinio aquella amiga de Isabel II. Pero, como decían en Irma la Dulce, «esta es otra historia».

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Mi yo peregrino, venga a peregrinar, hacía alguna peregrina afirmación hace algunas líneas: «el Camino de Santiago tiene mucho que ver con el ideal socialista». Pero esto os lo cuento camino de Pamplona.

El caminante medio apenas almuerza. Se levanta temprano, desayuna con fiereza y, durante la marcha, para poco, bebe lo que necesita e ingiere no más que algo de fruta, algún dulce, ligero tentempié. Eso sí, las cenas son imperiales. De las de entrante, primer plato, carne o pescado, postre, café, copa y, para algunos, hasta puro, aunque esto del fumar se encuentra en franco declive.

En la mayoría de las poblaciones de una cierta envergadura los mesones, crecidos a medida que crecían las peregrinaciones, ofrecen buenos menús a precios más que asequibles. Además, no es infrecuente que en estos establecimientos unos peregrinos reconozcan a otros y se comparta mesa, charla y sabiduría en remedios contra las ampollas o las agujetas.

El albergue, modesto, limpio, acogedor, amable, barato y ¡hasta con agua caliente!, que no se puede decir de todos.

Las habitaciones, cuarteleras, con poco olor a pies, dadas las circunstancias, adornadas de un cierto aire de hippismo, pocas referencias religiosas, salvo excepciones y, eso sí, quien tenga problemas para conciliar el sueño que añada a su macuto unos tapones de silicona porque los ronquidos resultan invariablemente atronadores. A su respecto, he de reconocer ante ustedes que hemos dormido a veces en hostales, que también se diseminan a lo largo de El Camino, aunque la verdad es que no suele haber el mismo ambientillo. He de decir que cuando lo hacíamos, era pensando más en los demás que en nosotros mismos, por aquello de los tapones en los oídos que les acabo de decir, no sé si me entienden...

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