lunes, 13 de octubre de 2014

A Pamplona hemos de ir (2ª parte)

Pero que llevaba yo ya tiempo dándole vueltas a esto del socialismo y El Camino y ya hace algunas páginas que amenacé con extenderme sobre este asunto.

Ser socialista, socialdemócrata, no es fácil. En general, no es fácil militar en un partido político y menos con la que está cayendo. Seguramente nos equivocamos menos de lo que se dice pero el hecho es que erramos mucho más de lo razonable y cada calamidad perpetrada por un político, sea del color que sea, adquiere unas dimensiones que no se ajustan, casi nunca, a su importancia si nos limitamos a atender los principios más elementales del sentido común. Para empezar, son muchas las personas con cargo público que afrontan su día a día con espíritu de servicio, e incluso me atrevería a decir que son más que las que no.

Además, en la calle existe la insólita y recurrente idea de que si un servidor público de un partido determinado comete un desaguisado, real o aparente, todas las personas de ese partido e incluso del partido hermano, caso PSOE-PSC, somos corresponsables, debemos defender a ultranza el despropósito y, por supuesto, somos víctimas propiciatorias de toda suerte de iracundias que puedan salpicar la calle, la prensa o, casi siempre, el ciber espacio.

Facebook y en mayor medida Twitter son campos bien abonados para que nos caigan bofetadas –a veces merecidas– día sí, día también. Para colmo, esta extraña organización política que surgió de la Transición (hablo en general de los partidos políticos) nos intenta inclinar muchas veces a responder (y defender) antes al partido que a nuestros ciudadanos, lo que indefectiblemente va minando de manera paulatina la relación entre administración y administrados. Aquí podríamos hablar de listas abiertas y de circunscripciones electorales, pero para más adelante. Y en general no me quejo, ¡eh! Al fin y al cabo, yo soy concejal en una ciudad de tamaño humano, me dedico a asuntos mundanos que tienen que ver con el ciudadano de a pie y cuando el debate se sitúa en el campo de lo material, de lo concreto, es más difícil salirse por los cerros de Úbeda. Y aunque no me gustan los privilegios, me considero un privilegiado en todos esos sentidos.

¡Pero qué difícil es el ejercicio político e ideológico dentro de la socialdemocracia!

Somos (¿hemos de ser?) radicales pero no extremistas, en un mundo en que la perversión del lenguaje nos lleva a mezclar términos, hasta el punto de que en ocasiones una palabra se asocia a un concepto ¡y a su contrario!

Somos gentes de izquierdas –luego veremos qué significa y qué no significa eso– pero no abogamos ni trabajamos por tumbar este sistema (aunque no nos guste), al menos mientras no haya otra alternativa. Creemos que es infinitamente mejorable en la misma medida en que creemos que, gobernado exclusivamente desde la Política, es infinitamente mejor que otros experimentos que se han puesto en marcha a lo largo de la historia.

Creemos en la libertad pero ninguna libertad, ningún derecho, es razonable ni admisible en términos absolutos. Por eso creemos en la propiedad privada pero también en la no-libertad para disponer de los propios bienes de manera arbitraria, en otras palabras, creemos en la función social de la propiedad privada, en los impuestos, y pensamos que el que más tiene, es el que más tiene que devolver al colectivo. ¿Devolver?, ¿he dicho devolver? Ah, sí, claro, pero es que también parecemos haber olvidado que nacemos libres, iguales y desnudos en un mundo que en buena medida se haya privatizado pero cuya naturaleza inicial es indiscutiblemente colectiva. Ufff… marxismo…

Cuando un individuo paga un impuesto no hace sino devolver una parte mayor o menor de lo que previamente ha detraído al conjunto de la naturaleza, género humano incluido, claro está.

***

Uno de los libros sobre debate y análisis político que más me ha gustado en los últimos años se llama "No pienses en un elefante", es de un pensador estadounidense que se llama George Lakoff. Tengo entendido que en algún momento actuó como asesor del PSOE. El subtítulo de la obra, de la que hablaremos con más detalle, es «lenguaje y debate político».

¡Qué cosa esta la del lenguaje! ¡Qué capacidad tiene la herramienta de comunicación para crear realidades, ideologías, filias y fobias! Y, sobre todo, como bien saben los poderosos desde antiguo, qué capacidad tan extraordinaria tiene el lenguaje para manipular.

Hay realidades asociadas al lenguaje que si bien son conocidas por cualquier persona mínimamente formada, su existencia suele negarse o, peor aún, obviarse. Por ejemplo: «solo se sabe lo que se sabe decir». Los conceptos adquieren realidad cierta en nuestro cerebro cuando somos capaces de asociarlos a un enunciado concreto y preciso. Cuando los expresamos con palabras, que ya de por sí también, son imperfectas.

Otro aspecto lingüístico básico es aquel que reza «aquello cuyo nombre desconocemos, para nosotros, no existe». A este apunte podríamos añadirle otro del que la derecha ha renegado sistemáticamente, interesada como ha estado siempre en ser la única detentadora de pensamientos y conciencias: «el lenguaje conforma y condiciona los esquemas mentales»*.

Este último aforismo es el que justifica esa cosa que tenemos las personas más sensibilizadas con la igualdad de género de referirnos a la gente en masculino y femenino.

¡Ah!, ¿Qué en este libro no hablo de peregrinos y peregrinas y con demasiada frecuencia cometo la insensatez de usar el masculino como género no marcado? Pues sí, es verdad. Además de los señalados, otro principio relacionado con el lenguaje es el de la «economía de medios» que, como también es sabido, es inherente al desarrollo de los idiomas al menos desde que por Europa y Asia se entendían en indoeuropeo.

Sé que el lenguaje inclusivo, el que hace referencia a las personas, mujeres y hombres, es importante. Quien escuche mis discursos, cuando me toca hacer intervenciones públicas, percibirá que soy cuidadoso, intento ser respetuoso con ese acuerdo mayoritario, impulsado por las y los feministas del partido, de reducir al máximo el masculino como forma que incluya a hombres y mujeres. En lo posible, me esfuerzo por decir «personas» y no «ciudadanos».

Muchas veces sí inserto el «compañeros y compañeras» e intento salpicar la comunicación de –os y –as de forma quizá arbitraria. Intento hacerlo bien. Me esfuerzo, quizá menos de lo que debiera, para que las compañeras se sientan plenamente copartícipes de los proyectos aun a expensas de tantísimos siglos de ver relegada su importancia al ámbito de lo privado, del hogar.

Miro para otro lado y silbo cuando, desde esta misma filosofía, alguien se «pasa de frenada» y exagera el discurso inventándose términos que, sencillamente, no existen –sabemos de casos– o se empeñe en articular un mensaje plomizo cuyo contenido termina perdido entre los trabajadores y las trabajadoras, los ciudadanos y las ciudadanas… ¡menos mal que siempre cabe «tarraconense» y es ambiguo! Lo que quiero decir es que, inclusión en el lenguaje, ¡por supuesto!, pero sin acercarnos al talibanismo que los ciudadanos y ciudadanas, o sea, la ciudadanía, no entienden ni, por supuesto, alejarnos del sentido común.

Quien siempre me tendrá enfrente, y esto también quiero aclararlo, es el que amparándose, precisamente, en la economía del lenguaje y un mal entendido criterio colectivamente asumido, use el lenguaje inclusivo para hacer mofa de la luchas de emancipación de las mujeres que, además, siempre ha sido un referente de la izquierda y por ende del socialismo. O sea, que entre el sobrino de Milans del Bosch e hijo del Conde los Gaitanes –Alfonso Ussía– y aquel Ibarretxe de «los vascos y las vascas», me voy de txikitos con Ibarretxe y el «señorito faltón» –José María Izquierdo dixit– que siga con sus sandeces.

A estas alturas, mi distinguido lector, mi amable lectora, se habrán dado cuenta de que empiezo con un concepto, salto a otro, vuelvo al primero. Pues así es el Camino. Así es mi cabeza. Así me dice mi querido Alcalde que soy, cuando me quiere reconvenir por estar en demasiados frentes a la vez. Así nos acercamos a Pamplona.

Y volviendo al lenguaje como elemento de manipulación, que decía yo que con las palabras ocurren fenómenos francamente curiosos que, de puro obvio, no los tenemos presentes hasta que alguien nos los pone frente a nuestros ojos o tenemos ocasión para la reflexión serena, algo que no siempre ocurre.

Libertad. ¿Hay alguien que no sea partidario? ¿No es la libertad un valor supremo que hay que defender? Fijaos si la libertad es buena que desde las primeras sociedades neolíticas su ejercicio ha sido defendido de forma unánime por dictadores, asesinos, célebres liberticidas, tiranos, sátrapas, emperadores, faraones, líderes religiosos… ¡La libertad es genial!

Bueno, venga, va, dejemos las boutades y hablemos en serio.

Lamento no recordar con precisión de quién leí en un artículo, en un periódico local, la reflexión de la que me voy a adueñar ahora para compartirla contigo.

En política nos hemos apropiado de una serie de términos que, aunque en origen poseían una significación más o menos concreta, de puro manidos han terminado adoptando un valor semántico nulo –una palabra que significa algo y su contrario, además de todos los grados intermedios, no significa nada–. Uno de estos términos es libertad.

¿Trataba de libertad la operación militar «Libertad Duradera», por poner un ejemplo? Pues seguramente podemos estar de acuerdo en que iba de otras cosas, ¿no?

Libertad Duradera, recordemos, es el nombre con el que el estado mayor estadounidense ha bautizado a varias de sus más afamadas operaciones militares en el extranjero. La más célebre, quizá, aquella de las que nos sacó el presidente Zapatero (así, tal cual debe afirmarse) y que, a grandes rasgos, si miramos un poco hacia atrás con sentido crítico, sirvió para quitar a un sátrapa –uno de los muchos que detentan el poder en Oriente Próximo– que mantenía, mal que bien, la región relativamente estable. No entraré tampoco aquí en los análisis profundos que se requerirían al realizar tamaña aseveración y las subsiguientes, baste decir a los lectores que sé que hay profundidades, y que se trata de una frase llena de matices. Y como digo, continuaré un poco más la idea, ya aviso, moviéndome superficialmente.

Hoy Irak, decía, es un auténtico avispero; país dividido de facto y, posiblemente, pronto también de derecho. Los asesinatos en nombre de la libertad se perpetran con total impunidad. El activismo sectario se ha adueñado del país y da la sensación de que, en última instancia, Arabia Saudí, esa monarquía medieval que prohíbe a las mujeres conducir un automóvil, y el Irán de los ayatolás, han decidido que Mesopotamia es el tablero de juego ideal para dirimir sus disputas teológicas que vienen arrastrándose desde el siglo VII. Y al hilo de eso. ¿Qué se puede decir del autoproclamado Estado Islámico? Más allá de que no parecen ni tener la condición de humanidad, me refiero... nuevos terroristas que han surgido en ese magma infecto que refería, eso sí, más chalados que los propios terroristas “normales”.

Y hablando de terroristas… ¿Cuántos grupos armados caracterizados como de terroristas, no llevan la palabra «libertad» en su nombre o lema? Pensemos en Cataluña, sin ir más lejos y en la efímera Terra Lliure. Pongo este ejemplo porque seguimos entrando en Pamplona y sacar otros a colación podría resultar sangrante. Además, terrorismo es otra de esas palabras que carecen de contenido semántico y solo presentan valor moral. El terrorismo es malo, de la misma manera que la libertad es buena. Incontestable, ¿no?

Pero volvamos a la libertad. Más allá del concepto moral que nos lleva a decir que la libertad es algo bueno en sí mismo, el hecho es que no hay nadie o casi nadie que sea partidario de la libertad en términos abstractos y/o absolutos.**

Podríamos empezar la disertación haciendo un ejercicio de lugarcomunismo y dedicarnos a repetir tópicos: «la libertad de uno acaba donde empieza la de los demás», pero claro, ¿dónde es eso exactamente?

Las playas y sus entornos me parecen un contexto adecuado para darle vueltas a este asuntillo.

(Ah, no, listillos, que ya os he visto. No voy a meterme en el charco de… bueno, ya sabéis, aquellas temporadas en que se pone de moda por las tardes aquel ejercicio de libertad sexual que tan poco agradaba a muchas familias. Cosa que por otra parte entiendo también perfectamente. Seguramente no me gustaría a mí yendo de paseo con la mía.

¡Hay que ver los berenjenales en que a veces debe verse envuelto el concejal de Seguridad!).

Que decía yo que todo el mundo tiene derecho a ir a la playa. Y la obligación de no molestar, no ensuciar, que para eso hay papeleras. ¿Y la de esconder determinadas partes del cuerpo? ¿Y cuáles? ¿Por qué hay playas nudistas y textiles? ¿Existe el DERECHO-A-NO-PODER-ver una teta? ¿Y un pene? ¿Este derecho ha de ser amparado por las administraciones?, ¿debe ampararlo el ayuntamiento de Tarragona en nuestras playas?, ¿debe hacerlo este concejal? ¿Existe, en la misma línea, el derecho a tomar el sol en pelotas en una playa no señalada como nudista? ¿Prevalece el derecho a tomar el sol con el atuendo o no-atuendo que se desee sobre el DERECHO-A-NO-PODER (ver esto o aquello)?.

Adelanto, por aquello de tener las cosas claras y que todos nos entendamos que quien pretenda asegurar que esta pregunta tan enrevesada sobre el DERECHO-A-NO-PODER tiene respuesta sencilla es un imbécil. Por uno y por otro lado.

Al final, nos guste o no, hemos decidido, sobre todo por omisión, que con frecuencia las cosas no son blancas ni negras, se mueven en el gris, que debemos funcionar a base de razonables consensos y que estos se van modificando, adaptando y modernizando con el transcurrir del tiempo.

Nuestra práctica social ha decidido que en este momento de nuestra historia no protegemos el derecho objetivo a que cada uno se vista o desvista como le dé la gana y donde le parezca. Y el derecho existe, no cabe duda alguna. En Barcelona hasta llegaron a normativizarlo a través de una ordenanza. Más complejo sería afirmar que el derecho que prevalece y se protege, ese ya mencionado A-NO-PODER-VER, es el que damos por bueno ¿A que es raro? Lo es, claro que sí pero pensemos en términos de ciudadanía y usemos el infrecuente sentido común. ¿Ganamos algo como sociedad convirtiendo todas las playas en nudistas, eso es, admitiendo que en cualquier arenal uno vaya desnudo o tapado según le parezca?  Pues seguramente no. ¿Somos unos liberticidas por ello? Ahí queda la pregunta. Yo personalmente, nudista por convicción allí donde puedo, no tengo la respuesta clara.

Pero estamos entrando en Pamplona, luego continuamos hablando de libertades y socialismo.

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 * Un diputado socialista por Málaga y estupendo narrador de historias, Andrés Torres Mora, contaba en su blog la siguiente anécdota que usaba para ilustrar la importancia en el manejo del lenguaje: «Para demostrar la grandeza de Pericles como orador, Plutarco cuenta una historia divertida. Al parecer Arquidamo, el rey lacedemonio, le preguntó al rival del Pericles, Tucídides (el político), quién de los dos ganaría en un combate cuerpo a cuerpo. Tucídides contestó: “ganaría yo, pero luego Pericles se levantaría del suelo y convencería a todo el mundo de que había vencido él”».

** Esto tiene que ver también con la apropiación de la derecha del término  del término «liberal», evocador de la libertad, Tradicionalmente empleado para describir a las fuerzas progresistas por oposición a los conservadores. Cuando Machado escribía en “Del pasado efímero”. 

«Bosteza de política banales
dicterios al gobierno reaccionario,
y augura que vendrán los liberales,
cual torna la cigüeña al campanario».

Indudablemente se refería a nosotros.

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