miércoles, 8 de octubre de 2014

A Pamplona hemos de ir (1ª parte)




Camino de Pamplona recordaba un librito, preparado y escrito en buena medida por una compañera del PSC, amiga de un antiguo secretario general (que es como llaman por aquéllas tierras al Primer Secretario) del Partido Socialista de Navarra.

El libro, no muy extenso pero bien editado y encuadernado con cierto lujo, estaba dedicado, precisamente, al político navarro tras su fallecimiento. Abordaba aspectos de su vida personal y política pero, sobre todo, pretendía desentrañar algunas claves, para el foráneo desconocidas, de la más que peculiar forma de ejercer la política que se tiene en Navarra.

A aquel compañero, según relata el libro, el PSOE lo dejó, seamos claros, «con el culo al aire» por según ellos razonables cuestiones de estado. El ejercicio de la política, a veces, nos hace tragar unos sapos y culebras que…*

Me acordaba de aquello, al pasar frente a Magna (un pequeño complejo industrial a la salida del pueblo) que, para mi sorpresa, ni fabrica jabones ni brandys sino magnesia. El pueblo de aquel compañero socialista parece que estaba montado sobre una enorme cantera de alabastro. ¡Lo que es la asociación de ideas! Bueno, y que mi padre –facultativo de minas, no lo olvidemos– me dio una lección magistral sobre canteras, filones y menas así sobre la marcha.

Nos quejamos de las complicaciones políticas en Catalunya pero admitamos que con lo de Navarra, en cuanto se rasca un poco brota como un herpes la sensación generalizada de ignorarlo todo. ¿Pues no decía el libro de marras que aquí, los que están a favor de que se cumpla la Constitución son los abertzales mientras que la derecha y el Partido Socialista están en contra?

En fin, que estaba yo llegando a Zubiri y me entraron ganas de explicar esa peregrina idea de que el camino de Santiago es una materialización de la práctica del socialismo.

Antes de nada, hagamos un ejercicio sencillo: olvidemos las siglas, los partidos, las coyunturas temporales y locales. Pensemos en ideología, filosofía, modelos de construcción social y de convivencia.

Con excesiva frecuencia, los políticos, especialmente los de lo cotidiano, nos apegamos tanto a la realidad que terminamos por olvidar qué altos ideales nos llevaron a estar donde estamos.

Mi, por otro lado no muy extensa, trayectoria política es conocida. En el Instituto Marti i Franques mis ardores «revolucionarios» me arrastran a afiliarme en el Sindicato de Estudiantes. En el SE, además, afiliación es sinónimo de activismo. No parábamos quietos. Pero ¡qué viejo me suena hoy lo de «¡obreros y estudiantes, juntos y adelante!» o aquello de «¡el hijo del obrero, a la universidad!». O el reparto y venta de "El Militante"...

Pocos años después, Felipe González aprueba aquella reforma laboral que consagra las hoy omnipresentes empresas de trabajo temporal (ETT) y los «contratos» juveniles; se empieza a hablar de «contratos basura», término que yo desconocía hasta entonces, me enfado mucho, me convenzo de que esto hay que arreglarlo desde dentro y me afilio al Partit dels Socialistes de Catalunya, que es el que teóricamente se adapta más a mi pensamiento, para luego acabar refundando en las Comarcas Tarragoninas la Joventut Socialista de Catalunya.

A mucha gente le sorprendió aquella especie de atípico salto mortal. No es habitual que para luchar contra unas políticas que se consideran injustas uno se afilie, precisamente, al partido que las promueve. Para colmo, tampoco es muy habitual que las ínfulas revolucionarias propias de la juventud lo arrastren a uno a una formación política de corte socialdemócrata. Muchas veces hube de oír aquellas palabras atribuidas a Willy Brand de «el que con veinte años no es comunista, es que no tiene corazón…».

Quien más me conocía en aquella época tanto como ahora, no obstante, no se sintió extrañado. Desde un sentimiento netamente de izquierdas, siempre he poseído la convicción de que las cosas hay que hacerlas bien, sin buscar atajos, recovecos o líneas sinuosas que, en última instancia, nos separan de un modelo de organización social que, con sus defectos, se demuestra razonablemente civilizado.

Muchos niños jugamos con coches de bomberos, ambulancias, policías… En mi época, además, el cine infantil no era una industria con entidad propia de las dimensiones que cuenta en la actualidad y nuestra cultura filmográfica estaba muy centrada en el cine de acción, y los héroes a los que emulábamos en calles y patios de colegio con frecuencia eran esas personas ¡a las que hoy dirijo desde mi concejalía! ¿No es esto coherencia?

He de admitir también que a pesar de esa coherencia vital de la que siempre he intentado hacer gala, en muchísimas ocasiones me he formulado la misma pregunta que entre San Juan de Pie de Puerto y Roncesvalles: «¿Qué hago yo aquí?».

Pero hoy hemos salido de Zubiri y la Edad Media se enfrenta a nosotros. A medida que vamos avanzando la ruta, el camino huele cada vez más a Camino. Nos adentramos en el estrecho valle de Eskirotz y debatimos sobre si detenernos o no en Larraosaña. ¡Qué nombres más raros ponen estas gentes a sus pueblos! Según nuestra guía, merece mucho la pena pasear la calle principal del pueblo, San Nicolás, y visitar algunas obras religiosas medievales.

No me consta que existan en la zona restos templarios (en esos me detengo siempre) y además, nos viene a la cabeza el despropósito de nuestra primera etapa durante la que, por irnos parando aquí y allá, y por salir tarde, acabamos perdidos, medio helados y llenos de incertidumbres frente a la perspectiva de tener que acabar durmiendo en el puñetero bosque o, como siempre se hizo, en el pórtico de alguna iglesia o capilla del Camino.

Finalmente, decidimos seguir las marcas amarillas y continuar nuestra marcha junto al río Arga. El paisaje es verde, frondoso, parece puesto allí para dar envidia a los que, como nosotros, mediterráneos, sabemos de la existencia de esos colores en la naturaleza, pero no los percibimos en nuestro entorno ni siquiera en las zonas y épocas de mayor humedad.

Seguimos avanzando, hacemos algunas breves paradas para descansar, echar un trago de agua, tomar un café, pedir que nos sellen la cartilla aquí o allá –hay lugares cuyos sellos son auténticas obras de arte que después lucimos ante otros peregrinos en los albergues– y el paisaje, sin perder su color, se va urbanizando a medida que nos acercamos a Pamplona. Además, los nombres de los lugares se van volviendo más familiares. Aparecen carteles con topónimos que nos van sonando; Burlada, Zizur, Villava… ¡Villava! El pueblo de Induráin. Pues no sabía yo que estaba tan cerca de Pamplona. Ni se me había pasado nunca por la cabeza que pudiera tener, en euskera, un nombre tan extraño como Atarrabia. La verdad es que los catalanes somos más sencillos para esas cosas. Vilanova i Geltrù/Villanueva y la Geltrú; Lleida/Lérida… ¿se parecen, no? Pues si lo de Donibane Garazi ya era raro, esto de Atarrabia es el colmo. En fin, ¡vascos!

Tampoco sabía, claro está, que en una de las glorietas de entrada de la localidad tiene un monumento, el hombre, subido a la bicicleta.

¿Qué sentirá un tipo tan aparentemente corriente como Miguelón cada vez que entra o sale y se ve ahí, homenajeado para los restos?

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* Una de las dificultades que me estoy encontrando en la redacción de estas líneas es que la actualidad se deja obsoleta a sí misma con excesiva frecuencia. Unos días más tarde de empezar a escribir estas líneas, me encuentro con que la dirección federal del PSOE prohíbe al Partido Socialista de Navarra facilitar el desalojo de un gobierno conservador y fuertemente desgastado por gravísimos casos de corrupción. La historia parece que se repite.



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