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lunes, 29 de septiembre de 2014

La fe, la derecha y la compostela (parte 3)

–O sea, ¿que te niegas a ir a las procesiones porque es cosa de carcas y luego te vas por ahí de peregrino a ver si redimes tus pecados?

–Bueno, pero entonces, ¿qué pasa?, ¿vas a ganar la Compostela?

Ambas preguntas se me enfrentan de forma insistente en los inicios de cada verano. Casi siempre desde la complicidad y la broma. En algunas pocas ocasiones, desde la mala leche de quien busca enredar y poner de manifiesto supuestas contradicciones vitales como ejercicio innoble de ataque político.

Para quien no lo sepa, me voy a permitir explicar sucintamente qué es esto de la Compostela.

Lo primero es una aclaración sobre el nombre. Aunque el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) no recoge acepción alguna referida a una cédula, la Compostela es un documento, un certificado, redactado en latín que acredita que una persona ha alcanzado el lugar donde la tradición ubica la tumba del Apóstol (la catedral de Santiago), por medio canónico (caballo, bicicleta o a pie), por motivos de fe.

Cuando el peregrino inicia su andadura lo hace provisto de una especie de tarjetón sobre el que se estampa un sello y la fecha al pasar por iglesias, albergues u otros establecimientos de El Camino.

Ya en Santiago, la secretaría del cabildo catedralicio comprueba que el peregrino ha realizado el camino, le pregunta si lo ha recorrido movido por la fe y, en ese caso, extiende la Compostela que, por otro lado, acredita el perdón de los pecados hasta ese momento. Bueno, más o menos, veamos lo que dice la Iglesia:

La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos. (Código de Derecho Canónico de 1983, Libro IV, Parte I, Título IV, Capítulo IV, cánon 992).

Aparte de esto, para alcanzar la indulgencia se precisan otros requerimientos menores como confesar y comulgar en los días próximos a la llegada al lugar santo etc.

Vayamos por partes.

El documento, cédula o como queramos denominarlo se llama Compostela y no Compostelana, como dice mucha gente.

El Camino, como he señalado anteriormente y repetiré y explicaré más adelante, no es un medio para alcanzar la indulgencia esa, sino un fin en sí mismo. En otras palabras, más allá del aspecto curioso, o de cumplir con la tradición, el documento es irrelevante, tanto si la fe católica es sincera como si no lo es, aunque por razones distintas, claro está.

Tengo la convicción de que la emisión de esta peculiar certificación tiene más que ver con algún tipo de acuerdo con las autoridades encargadas de gestionar la promoción turística que con asuntos del alma.

He conocido pocas personas, MUY pocas en mi vida que acepten con fe sincera la literalidad de los adornos, las liturgias o las devociones asociadas al ejercicio del catolicismo. Incluso entre personas con alto nivel de devoción –ya he dicho que no es, de lejos, mi caso–, dar a este este tipo de complementos una importancia más allá de lo simbólico, lo tradicional, lo folclórico o lo cultural se me antoja insólito.

Y sí, me parece mal que los representantes políticos participen públicamente de actos religiosos, y sin embargo hago todos los años El Camino de Santiago, sello la cartilla y, cuando alcance la plaza del Obradoiro, acudiré a la oficina que el Cabildo tiene por la parte de detrás y pediré mi Compostela, ¿pasa algo?

[Y seguiré seguramente hasta «El Fín del mundo», Finisterre, donde remataremos con la tradición del caminante, mi padre y yo (tal vez mi queridísima hermana Marisa), quemando todo aquello accesorio e innecesario material. Pero eso es otra historia].


La fe, la derecha y la compostela (parte 2)

En el ámbito municipal también hay controversias. No es un tema sencillo. Afortunadamente, los socialistas hemos solido tratar el asunto entre nosotros con infinito respeto mutuo, pero cuestiones que podrían parecer intrascendentes como la asistencia de los cargos públicos a las procesiones, o la inclusión de misas y otras liturgias en un programa de fiestas auspiciado por el poder civil y el pueblo llano del que deriva, es algo que siempre genera una cierta discusión.

Por lo general, los partidarios de mantener estas costumbres lo hacen desde la certeza de su carácter tradicional, popular e inocente. Parecen pensar que la población no aceptaría de buen grado, que los momentos festivos de encuentro entre tarraconenses fueran otros que los religiosos.

Y yo no estoy en las procesiones. Fijaos que sería fácil usar la demagogia y asistir sin decir ni mú de lo que creo, o en sentido contrario, decir, por ejemplo, «¿cómo puede un cargo público salir en procesión con el jerarca de la institución que pretende llevar a las mujeres, ley del aborto mediante, a niveles de hace cincuenta años?». Y misma (i)rreflexión podría hacerse con la libertad sexual, con los modelos de familia, de enseñanza… Y si tiramos del libro de Historia –como señalaba hace unas líneas– ya es el acabose. La Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, cuyas procesiones pisan nuestras calles en toda festividad que se tercie, hace un papelón que para qué, y no resiste el mínimo análisis de sensatez en lo que a sus expresiones más mediáticas se refiere. Pero asociar las expresiones de cultura popular al hecho religioso tradicional al que me estoy refiriendo, sería tanto como no entender nada. No soy o me considero en absoluto anticlerical, pero sí estoy radicalmente en contra del clericalismo.

Como no cuestiono la sagacidad interpretativa de quienes leéis estas líneas, no me asalta la duda sobre si alguien entenderá que existen contradicciones entre mi reivindicación de las manifestaciones religiosas como hecho cultural, y mi punto de vista radical en cuanto a que un cargo público, en calidad de tal, no debería asistir a liturgias, procesiones, misas y rosarios.

Otros compañeros y compañeras socialistas opinan de distinta manera. El propio alcalde, mi respetado Pep Félix Ballesteros, creyente en cierta forma como yo mismo, aunque a la vez absolutamente diferente, opina también de manera distinta. En esta tesitura solo me cabe una duda, pertinaz, irresoluble: ¿son más firmes mis convicciones respecto a mi actuación, o mi respeto hacia la forma de operar de mis compañeros y compañeras, perfectamente legítima?


domingo, 28 de septiembre de 2014

La fe, la derecha y la compostela (parte 1)




La del alcoyano, o sea, la fe por antonomasia, la de verdad, la acrítica, la que no cuestiona los dogmas y asume, como dios manda, la doctrina oficial de Roma, asumámoslo, es infrecuente.

Por otro lado, a todos los que pasamos de una cierta edad, no necesariamente avanzada, se nos educó, aun indirectamente pues mis padres nunca fueron practicantes, en la fe católica y si a lo largo de nuestra vida hemos decidido vivir en el sentimiento de que existe algo más allá de lo tangible, lo más frecuente es que no hayamos renegado de forma explícita de este catolicismo aunque eso, ni de lejos, supone asumir ni en teoría ni en la práctica la mayor parte de los postulados de la Iglesia de Roma.

No en vano me defino como creyente agnóstico. Es decir, creo que debe haber algo para que ‘esto’ tenga sentido, me parece de pura lógica, pero ni mucho menos con los ornamentos o boatos que defiende la doctrina oficial católica.

Esta aceptación callada del catolicismo como fe mayoritaria en España da lugar a gravísimas disonancias en la acción política que no podemos obviar.


Me resulta impensable abordar mi primera aproximación a la reflexión escrita (¿Qué hago yo aquí?) sin poner negro sobre blanco dónde se halla el abismo que separa al pensamiento y la acción política del conservadurismo, de la socialdemocracia que en España  representa el PSOE y en Catalunya el PSC. Más adelante lo analizaremos pero ahora, metidos como estamos en la Ruta Jacobea, parece pertinente quejarse del uso torticero, espurio y hasta antievangélico, si se me permite, que ha hecho la tradición política más reaccionaria de Europa –hoy en el poder en España, del mensaje de Jesús de Nazaret.

Sin ánimo de establecer elaboradas líneas de pensamiento que solo a los filósofos corresponden, podríamos fijar la existencia de una ética social, general, dotada de infinidad de matices pero que es la nuestra y sienta sus bases, como todo el pensamiento de esta realidad cultural que es Occidente, en la filosofía greco-latina –Platón y Aristóteles, fundamentalmente–; en el Derecho Romano y, cómo no (¡no lo discuto!), en el Cristianismo encarnado en los escritos propios y/o atribuidos a Saulo de Tarso o, si queréis, san Pablo.

El tsunami de lucidez que fue la Ilustración, allá por el XVIII, crea además el entramado ideológico básico del que brota, en primer lugar, la Revolución Americana y la propia existencia de los Estados Unidos. Posteriormente, esta forma de organización social (política, creo que se llama) va asentándose en los diferentes países americanos, recién independizados, y en los europeos de manera paulatina. El cubano Alejo Carpentier arroja mucha luz con El siglo de las luces sobre cómo se trasladan los principios de la Revolución Francesa a las experiencias latinoamericanas.

Y quienes hacen estas revoluciones son, mayoritariamente creyentes, pero radicales en cuanto a la convicción de que las creencias espirituales deben circunscribirse al ámbito de lo privado, por muy amplio que sea.

La asunción de la existencia de una ética colectiva al margen de las convicciones místicas de cada cual es uno de los elementos básicos de Occidente (el famoso «Derecho Natural», o los propios Derechos Humanos, por ejemplo), en otras palabras: la política se hace y debe hacerse al margen de la religión, de las religiones. Y no es nada fácil.

Por razones que sería largo explicar, en Catalunya en particular, y en España de forma más general, el catolicismo institucional ha gozado de un poder social omnímodo que en estos momentos de zozobra se pone de manifiesto de manera casi dramática. La reforma hasta hace poco en ciernes, de la legislación sobre el aborto es un buen ejemplo. Un cambio en un asunto delicado, que afecta a cuestiones íntimas, sobre el que existe un amplísimo consenso social al margen de ideologías y que, iba a perpetrarse pura y simplemente porque lo exigía la Conferencia Episcopal. ¡Pero qué país es este!

Y conviene hacer memoria. La mayor parte de los avances sociales de los que podemos disfrutar se han llevado a cabo, con una fortísima oposición de esa histórica coalición que han formado la iglesia oficial con los defensores ideológicos de las clases más acomodadas, esto que solemos coincidir en denominar la derecha.

Tenemos muy cercanas las manifestaciones y recursos legales en contra de la igualdad de derechos de las personas homosexuales, pero si echamos la vista atrás podremos ver que esas mismas fuerzas sociales hicieron lo indecible en contra de los principios más elementales de la libertad sexual, de los derechos de la mujer, se opusieron al divorcio e incluso, por ridículo que hoy nos pueda parecer, a que el adulterio (femenino) desapareciera del código penal.

Me siento legitimado para negarme a dar por bueno que ser creyente, pensar y sentir que existe algo más allá de nuestra propia realidad tangible, tenga ni por asomo que ver con los principios que desde siempre –desde el propio imperio Romano– ha sustentado el clericalismo. Y lo más terrible es constatar que son excepcionales las culturas, las sociedades, las formas de organización política en que el sector más represivo del poder no haya ido de la mano con esta o aquella forma de expresión religiosa.

No soy, además, de los que piensan que simplemente con la adopción por parte de un jesuita argentino del solio pontificio las cosas puedan cambiar. Estoy dispuesto hasta a concederle el beneficio de la duda. Hasta el momento, no ha dado muestras, como sí sus antecesores, de un radicalismo recalcitrante, es cierto. Me cabe hasta la sensación de que este hombre pueda albergar en su corazón un concepto distinto del hecho religioso, más apegado a lo humano –poco hay más humano que el Evangelio– que a lo divino, pero pienso que tantos siglos de trabajar para los poderosos difícilmente se borran en media docena de encíclicas y una generación papal. También me planteo si, de querer él acometer ciertamente una trasformación en la Iglesia, lo dejarían.

Aun así, ya digo, tiene el beneficio de la duda, porque ya veremos si lo es, pero de momento al menos, parece algo diferente. No en vano deviene de una orden dentro del Catolicismo, los jesuitas, que han representado bajo mi punto de vista, el catolicismo más progresista y cercano a lo terrenal.

A Roncesvalles a tientas: 2ª parte

Salvo excepciones, la vida de un jubilado no está, o al menos no debe estar, sujeta a situaciones de un especial estrés. La de un concejal del equipo de gobierno, incluso en una localidad relativamente tranquila como es Tarragona, es con frecuencia una sucesión frenética de actividades con escasos tiempos muertos.

La idea de tomarnos unos días al año y desconectar en compañía mutua fue de mi padre. O quizá mía. No lo tengo claro ya. Pero fue una estupenda iniciativa.

Soy hombre poco dado a los lujos. Simplemente, no los necesito. Si para Fray Luis de León, la vida retirada, era la soledad del campo, para mí, la «escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido» tiene una expresión muy plástica y concreta: un barquito (muy pequeñito) atracado en un puerto mediterráneo, a poder ser, claro, Tarragona, o el de Cabo de Palos. En lo material, aparte de un techo, y algún tipo de transporte particular para cubrir donde no llega el público, no le pido más a la vida, que ese pequeño velerito que espero algún día poder tener.

El Camino de Santiago, a pesar de las multitudes que lo recorren en determinadas épocas del año y, especialmente, cuando el 25 de julio cae en domingo, creo que tiene mucho que ver con la vida retirada del asceta agustino.

Si bien es cierto que en los albergues de peregrinos es frecuente la charla que invariablemente comienza con una extraña competición por ver quién luce las ampollas más abultadas, en El Camino reina el silencio, la observancia y el tiempo para la reflexión.

Aquel tramo entre San Juan de Pie de Puerto y Roncesvalles no da mucho lugar para el ejercicio introspectivo, es verdad. Entre su escasa señalización, en comparación con el resto del Camino, y el desnivel que ha de salvarse en algunos tramos, la meditación ha de sustituirse por la atención y la charla se vuelve entrecortada por la necesidad de resuello en la subida pirenaica.

Mis muchísimos años de practicante de taekwondo (empecé con cuatro años aunque lo dejé prácticamente en la universidad) no me dotaron de la forma física suficiente como para hablar y respirar de manera simultánea en una pendiente tan pronunciada como aquellas. A esto, como imaginaréis, hay que sumar el falso pundonor de que se precisa hacer gala cuando se mide uno con su propio padre.

Súmese a estas circunstancias que nuestra condición de peregrinos novatos nos ocultó la importancia del madrugar, empezando a hora a todas luces inadecuada (la una de la tarde), nos engañaron las estimaciones temporales de las guías que habíamos consultado, sobrevaloramos nuestras capacidades con una mochila al hombro y… ¡el caso es que nos perdimos!

Los escasos ocho kilómetros que separan el collado de Bentartea, aún en la francesa Aquitania, del propio Roncesvalles, se transmutaron como por ensalmo en una suerte de pesadilla durante la que terminamos solos, sin agua, más perdidos que un pulpo en un garaje, con escasísima visibilidad en medio de un bosque que, seamos sinceros, tampoco es nuestro ecosistema habitual y, para qué nos vamos a engañar, algo asustados.

No sé cómo fuimos capaces de alcanzar nuestro destino. Si no hubiera sido por una linterna de esas que se colocan en la frente al estilo de un cíclope, que llevábamos de purita casualidad, no lo habríamos conseguido. Nuestro aspecto, al arribar al albergue de Roncesvalles, debía de ser similar al de aquellos primeros marinos vascos que con Juan Sebastián Elcano a la cabeza fueron capaces de concluir la pionera circunnavegación.
El de Roncesvalles es uno de los albergues de peregrinos más grandes hasta llegar al mismísimo Santiago. Debe de contar con cerca de doscientas plazas que los caminantes ocupan, por turno de llegada, en esas habitaciones colectivas en que se duerme en literas, cada uno dentro de su saco.

A las diez y media de la noche, como cabría esperar, no había ni una sola plaza libre para descansar.

El hospitalero, lejos de mandarnos a paseo por inútiles o descerebrados, como habría podido esperarse, acongojado por vernos llegar a aquellas horas y de esa guisa, nos terminó alojando en su casa.

Aquel día pensé con frecuencia qué hacía yo allí, qué hago yo aquí pero, aquella noche, durante el brevísimo tiempo que transcurrió entre que adoptara la posición horizontal y quedar profundamente dormido, reflexioné sobre la falta de generosidad que con inusitada frecuencia se da en la sociedad pero concretamente en la política, cuando la política, por definición, es un ejercicio de generosidad. O eso debería ser.

Fuera de los despachos, la entrega a los demás la percibimos, sin necesidad alguna de propaganda, en personajes como aquel hospitalero que tuvo tanta generosidad como nosotros poca cabeza.

Y dígase lo que se quiera, pero las convicciones religiosas poco o nada tienen que ver con esto. Al respecto, aconsejo leer el diálogo entre Umberto Eco y Carlo Maria Martini* ¿En qué creen los que no creen?

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*Carlo Maria Martini, ya fallecido, era un eminentísimo intelectual, jesuita, muchas veces papable, cardenal, titular y luego titular emérito de la Cátedra de San Ambrosio, o sea, arzobispo de Milán y una de las puntas de lanza que el pensamiento progresista tuvo siempre en el Colegio Cardenalicio.

A Roncesvalles a tientas: Introducción





A veces, los caminos son medios que nos llevan a alguna parte. Otras veces, como en el caso que nos ocupa, El Camino es un fin en sí mismo.

Para empezar, con esta experiencia fabulosa que, año tras año, vamos realizando, como núcleo principal, mi padre y yo, aprendí que en sentido estricto, peregrinos son, somos, quienes vamos a Santiago, al Campus Stellae.

Hay otros lugares que el catolicismo tiene como santos. Todos tienen su protocolo de acceso, su año santo también; pero cada uno está asociado, además, a una denominación específica relativa a quienes acuden por motivos de fe. Los romeros van a Roma; los cruceños a Santo Toribio de Liébana –Cantabria–, a venerar el Lignum Crucis; los palmeros a Jerusalén, y, como decía, los peregrinos a Santiago de Compostela.

Comentaba también que El Camino con mayúscula, el camino por antonomasia, la Ruta Jacobea, el primer trayecto turístico de Europa, la mayor vía del románico, la vereda donde la Orden del Temple se expresó con más verdad y modestia (hablaremos de eso más adelante), es, más que una forma de ir a un sitio, un fin en sí mismo. En realidad, no es tan importante terminarlo, como estar en él.

Roncesvalles es una de las dos entradas tradicionales de lo que hoy se denomina «Camino Francés» y hasta hace relativamente pocos años, Camino de Santiago, sin más añadidos.
Aunque esta ruta está documentada, al menos, desde el siglo XII, hay que reconocerle a Manuel Fraga la habilidad de ponerla en valor en el entorno del Año santo del año por antonomasia o, lo que viene a ser lo mismo, el-año-en-que-pasó-todo 1992.

El trazado actual, las marcas de pintura amarilla, los mojones y, sobre todo, la enorme infraestructura de albergues que conocemos ahora es, en su inmensa mayoría, de ese año o posterior. En poco tiempo, historiado-res y hosteleros, legítimamente avispados, decidieron con buen criterio que a Santiago, desde la Edad Media, se podía llegar desde muchos otros sitios y empezaron a brotar, primero el camino del Norte y el de la Plata y, paulatinamente, distintos trazados que se unen con el Camino Francés en alguna parte.

Decía antes que Roncesvalles es uno de los dos pasos del Pirineo que desde la Edad Media usaban los viajeros a Compostela. El otro es Can-franc que continúa por Jaca. La catedral de Jaca adquiere en todo el Cami-no una importancia artística primordial porque en ella es donde se encuentra una especie de cenefa de cuadritos que recibe el nombre de taqueado o ajedrezado jaqués. Este adorno aparece de forma casi unánime en la mayor parte de las construcciones románicas que nos toparemos hasta Santiago.


Por otro lado hay que señalar que ambas vías, la de Roncesvalles –hoy más frecuentada– y la de Canfranc-Jaca confluyen en la también navarra población de Puente la Reina. Pero ya llegaremos. Sigamos caminando.

Donibane Garazi: estrambote

Soy catalán. Me siento catalán, y estoy orgulloso de serlo. Como en muchas otras familias, con mis ancestros cartageneros y andaluces, y con mi mujer, hablo en castellano, y con mi hijo y mi hija en catalán.

Esta normalidad en el uso del idioma, que aquí siempre hemos vivido con naturalidad, sin traumas ni tabúes, contrasta de manera descarada con la percepción muchas veces interesada que se tiene de nuestra tierra desde fuera de ella.

Sospecho que la mayoría de las catalanas y catalanes, sea cual sea nuestro credo político, observamos entre la perplejidad y el estupor la imagen de conflicto permanente –con el idioma y con muchas más cosas– que muchos se empeñan en reflejar en un ejercicio de comunicación a mitad de camino entre el astracán y el esperpento.

Pero de la misma forma, los propios catalanes, de manera mayoritaria, no nos hemos tomado la molestia de plantearnos que el mismo ejercicio de inmundicia informativa que se hace con estas tierras, tiene lugar en muchas otras partes, en la propia España y muy cerca de ella.

Luego, viajamos con los ojos abiertos, y se nos queda cara de panoli al enfrentarnos a evidencias extraordinariamente cercanas pero que, para nosotros, hasta ese momento, como me pasó a mí en Saint Jean de Pied de Port, permanecían no solo inadvertidas sino, directamente, ocultas, escondidas. ¿Cómo es posible que sepamos tan poco unos de otros?

Muchas veces, muchísimas, cientos, quizá miles, tanto en el camino como en El Camino, en mi vida familiar, civil, política y de peregrino a Santiago de Compostela –en realidad, todas son la misma–, me he preguntado cómo es posible que durante buena parte del siglo XX hayamos consentido impávidos que desde el poder, en un ejercicio tan ladino como eficaz de ‘divide y vencerás’, se haya malmetido a unos pueblos contra otros y se haya fomentado la ignorancia de la que surgen la incomprensión y los subsiguientes problemas, algunos de ellos de rabiosa actualidad.

¿Cómo es posible que yo no supiera que Navarra, en el plano cultural e histórico, está mucho más allá de los actuales límites administrativos y que esa zona de la Baja Navarra está poblada mayoritariamente por vascos que, además, reclaman la identidad plena para Aquitania?


¿Cómo hemos permitido que en Ciudad Real sea más conocido Santa Klaus que el Cagatió o el Olentzero? 

viernes, 26 de septiembre de 2014

¿Donibane Garazi?



La Política, como muchas otras actividades que comprometen las decisiones individuales hacia lo colectivo, es una buena escuela. Y «Política» no es solo (NI MUCHO MENOS) lo que hace un Ministro, un Delegado del Gobierno o, como es mi caso, un concejal de calle, primero en la oposición y luego en el gobierno municipal. También hace Política, y es importante subrayarlo, una asociación de vecinos, un sindicato de estudiantes, un grupo de empresarios o las madres y padres que desde una AMPA trabajan para defender la enseñanza pública (o la privada o la concertada…).

Somos muchas personas las que en Tarragona, en Catalunya* o España nos dedicamos a la Política, a las Políticas, y cada día aprendemos, nos enorgullecemos cuando alcanzamos pequeños logros, mínimas mejoras que siempre son peldaños en la infinita escala hacia una sociedad mejor, hacia un bienestar colectivo más generalizado, hacia la justicia y hacia la justicia social ­–más adelante me referiré a estos términos.

E  infinidad de veces también metemos la pata hasta arriba. Y lo lamentamos.

Aunque, como indicaba, políticos somos muchos o, mejor dicho, deberíamos ser todos, aquellos con más proyección pública somos escrutados –más por la prensa y por otros políticos que por la ciudadanía, hay que decirlo– y nuestros errores, por «humanos» que nos puedan parecer, a veces nos abocan al desastre**.

Nunca he llevado bien la corrección política y, con inusitada frecuencia, he sido reconvenido por mis veleidades de ciudadano medio que siente  como el resto, se alegra como todos y dice bobadas como algunos. La vida hay que vivirla con alegría. Siempre lo he dicho. Pero admito que la responsabilidad pública conlleva un cierto nivel de exposición que nos obliga moralmente a ser prudentes, comedidos, cautos y, admitámoslo, un poco cínicos en ocasiones. Que es lo que más odio.

Los cargos públicos no somos personas distintas a las que andan por la calle pero, mal que nos pese, estamos obligados a portarnos mejor, al menos en aquellas facetas por las que se nos va a juzgar. Y esto es cierto, aunque a veces me haya resistido a aceptarlo. Porque por una parte se dice que se quiere un político-ciudadano “normal”, y por otra, se exige ser modelo de conducta, a veces, también, excesivamente, en cuanto a lo personal (piénsese en EUA, por ejemplo).

Una escuela de vida, decía, ¿no? El trato constante con la ciudadanía, las empresas, las instituciones de mayor envergadura, el ejercicio del gobierno y, ¡sobre todo!, el de oposición, enseñan a mirar la realidad con otros ojos, reparar en detalles que aunque nos podían resultar imperceptibles, se revelan relevantes y hasta decisivos.

Miramos y remiramos. Oteamos y escudriñamos, y el lenguaje, como por ensalmo, nos arrastra a una realidad que no es la del ciudadano medio, por mucho que yo me empeñe en reivindicar mi condición de ciudadano medio, de persona común, de picapleitos que, transitoriamente, ha sido elegido para gobernar una parcela de esta mi ciudad, que es Tarragona.

Y el lenguaje, decía, no solo nos hace hablar distinto, es que miramos diferente.

Ya no hay calles, hay viales. Y desaparecen las carreteras para dejar paso a las calzadas. Los tejados ya son cubiertas, las casas «metidas para dentro» son retranqueos; las farolas se han tornado en luminarias y, lo más misterioso de todo, los quitamiedos de las carreteras, esos cuya desaparición suelen reclamar asociaciones de motoristas, se han convertido, como por arte de birlibirloque, en biondas.

Aclaro esto porque, de lo contrario, cualquiera que lea estas líneas pensaría, con motivo, que padezco de alguna patología que me arrastra a reparar en chorradas para luego tener de qué conversar en el mercadillo.

Esa extraña mirada de concejal me hizo percibir que mi periplo –mi periplo es la excusa para abusar de tu santa paciencia, amable lector o lectora– no arrancaba en una pequeña localidad francesa llamada Saint Jean de Pied de Port. Bueno, sí, era allí pero…

–«Donibane Garazi», ¿pero dónde es eso?

Carlos, mi padre, es hombre culto, con más de 50 años como trabajador a sus espaldas, facultativo de minas y abogado… y de unos comienzos ciertamente humildes, desde los que, trabajando, nos pudo dar a nosotros, sus hijos, su família, una mejor vida. Es esto que los anglosajones denominan self made man. Cartagenero de pro (¡no murciano, cartagenero!), tras estudiar en la Escuela Universitaria Politécnica de la otrora Cartago Nova, trascurrió parte de su carrera laboral en la Repsol de esa localidad y, al cabo de los años, se le propuso trasladarse a la refinería de Tarragona. ¡Y entonces nací yo! (que diría el gran Gila).

Que decía yo que mi padre, además de cartagenero y técnico en el ramo del oro negro y sus derivados (y también Abogado por la Facultad de Barcelona, estudiado ya de mayor, que no se olvide, que es lo que a mí me marca después, para escoger esa bonita profesión), es un tío normal. Buen tipo. Normal. ¡Y siempre atento! A todo.

–Pero vamos a ver, hijo, ¿qué es eso de Donibane Garazi o dónde está el Donibane Lohizune ese que hemos visto anunciado en la carretera?

–A mí qué me cuentas, papá… Yo vengo aquí de hijo, y además no soy adivino. Pero no te preocupes que enseguida nos enteramos.

 ¡Cáspita! (bueno, no dije eso ni de coña, pero me ha pedido uno de los opinadores de estas líneas que no introduzca expresiones malsonantes, que se me queja la ‘parroquia’). Mira, papá. Fíjate. El doniese de no sé qué y encima un escudo.

–Sí, lo veo pero no sé qué te llama la atención.

–¡Papá! ¿Quién me contaba de pequeño lo de la batalla de las Navas de Toledo, el bestia aquel que rompía las cadenas a espadazos…?

–1212. Sancho el Fuerte. Jaén. ¡Navas de TOLOSA!

–Eso, y que de ahí salían las cadenas del escudo de Navarra.

–Sí, el abuelo y yo, ¿y?

–Fíjate…

Por razones perfectamente explicables pero que en aquel momento se me antojaban misteriosas, estaba presenciando una rareza, Donibane Garazi, y sobre esas misteriosas palabras lucía algo más oscuro aún: una especie de escudo de armas, como si fuera el de la ciudad, pero en uno de cuyas partes aparecían las mismas cadenas que en el del Reino de España, justo pegado a la cuatribarra catalano-aragonesa. Pero estábamos en Saint Jean de Pied de Port, San Juan de Pie del Puerto, en Francia, un pueblecito, muy mono, eso sí, de Francia.

En el escudo que, tras las pertinentes pesquisas, confirmamos que era el de la localidad, aparece un castillo, una imagen que responde a la iconografía clásica de san Juan Bautista (esto lo sé por una tía mía que, para referirse a algo que jamás tendría lugar, decía que iría a ocurrir ‘cuando san Juan baje el dedo’), las famosas cadenas de Navarra, con su diamante en el centro y todo, y un cordero, imagino que de la variedad local.

–Y esto no es lo peor, ¿te has fijado la cantidad de coches que llevan una A en la trasera? Esto va a ser algo, ¡seguro!

Como decía antes, la cosa de la política municipal hace que nos fijemos más, que sintamos muchas curiosidades y que tomemos conciencia de que en una calle casi nada responde al azar. Casi todo fue puesto ahí, por algo, por alguien, en algún momento.

Y sí, estábamos en Navarra y en Francia, y en Aquitania, y en Euskal Herria, y en San Juan de Pie de Puerto, que resulta que en francés es Saint Jean Pied de Port y en lengua vernácula Donibane Garazi.
¿Pero no decía el inefable Rajoy que ‘eso de Euskal Herria es una tontería que se han inventado cuatro’?





* Respeto muchos los idiomas. Además poseo la inmensa fortuna y riqueza, como tantos catalanes y catalanas, de tener dos lenguas principales ­­–aparte del inglés que aprendí de joven y medio he olvidado de mayor– y amo profundamente a las dos. Para los topónimos de Catalunya y España, usaré exactamente esos, por costumbre. Aunque escriba en castellano. El resto, dependerán del idioma en el que esté expresándome. Espero que no se moleste nadie.

** En los momentos de repasar estos escritos, finales de julio de 2014, a la vez que hago las enésimas correcciones al texto, acaba de saltar a la prensa una inverosímil historia-declaración-confesión sobre un fraude fiscal con la herencia familiar del molt honorable por antonomasia: Jordi Pujol. El caso es que no me creo nada, pero esa es otra historia. A lo que deseaba referirme en este momento es a que este «error humano», como indicaba más arriba, ha abocado a esa familia de sangre y política al desastre. ¿Ya era hora? Juzgue cada quién. A mí, ya lo he dicho en Tuiter, me ha sabido mal. No me alegro en absoluto.

Que le den a los ciento cuarenta



Como es bastante probable que, si estás leyendo estas líneas sea porque nos une una relación de afecto, eres mi padre o madre, mi pareja y mujer Ana, a cuyas espaldas me he dedicado a componer estas maltrechas reflexiones, mi vecino de enfrente, aquella vecina que pasó el otro día por mi despacho…, me voy a permitir tutearte...

Si resulta que eres el Delegado del Gobierno, mi director de departamento de Derecho Civil, el Dalai Lama o el coadjutor de Sant Magí, lo lamento, te tutearé igual, pero que sepas que apearte del tratamiento no resta ni un ápice al respeto que te tengo, ya sea institucional, intelectual o espiritual.

Permítaseme, no obstante, una excepción. Creo que de mi antiguo colegio dels caputxins, hoy inexistente, el Vallellano, anda por ahí un único OFM Cap. (Ordo Fratrum Minorum Capuccinorum): el Pare Pere. A usted, padre, le seguiré tratando con la misma reverencia que cuando colegiales nos dedicábamos a las trastadas.

Esas páginas de cotilleos que pomposamente hemos dado en denominar «redes sociales», con intransigente frecuencia nos obligan a algo tan absurdo como resumir hasta la paranoia.

Nos quejamos de que nuestras hijas e hijos cada vez leen menos, que cada vez se cuida menos la expresión escrita y, a la vez, nos empeñamos en comunicarnos con el mundo a través de ese Twiter, que el diablo confunda, y que tantos quebraderos de cabeza nos da como puerta que es hacia la improvisación, el repente, la urgencia.

¡Y nos da unos disgustos que…! ¿Qué te voy a contar que no sepas? Mis meteduras de gamba en Twiter son legendarias. Nada nuevo. Cuando me ha pasado, no ha sido, de verdad lo digo, de mala fe. Ha sido porque sin percatarme, a veces, actúo más por cómo siente la persona, que por cómo debe actuar el cargo. Y porque no puedo aguantar la falsedad, y de vez en cuando caigo en lo que yo llamo, excesos de sinceridad. No pretendo justificarme, sólo como digo, dejar claro que únicamente he tratado de expresar, a veces de manera excesivamente desnuda, lo que pienso y siento. Y también hay que decir que otras veces ni siquiera eso. Simplemente me equivoco. 

 “¿Qué hago yo aquí?”, como irás viendo, es un tuit sobre El Camino de Santiago. Algo largo, eso sí, pero en esencia, no es sino una reflexión suelta, sincera, despistada, anodina, quizá, que ha decidido gritar impúdica, coquetona y directa (como a mí me gusta), ¡que le den a los ciento cuarenta!

Son una serie de artículos que hablan sobre El Camino, sobre sus historias, pero también sobre la vía iniciática que representa éste; habla sobre la vida y sus piedras, pero también sobre todo lo bueno que puedes aprender caminando por ella (o por él).


Solo pretendo ofrecer una ristra de reflexiones sinceras en voz alta, que no son más que mis propios pensamientos al hilo de una experiencia tan especial y reconfortante, tan divina, como es El Camino. Y no intento escribir otra guía, ni exponer vastos conocimientos. Vaya ello, para comenzar, como aviso previo a posibles lectores.