domingo, 19 de octubre de 2014

A Pamplona hemos de ir (3ª parte: entrada a la ciudad)

Seguimos las marcas amarillas y frente a nosotros brota uno de los skyline más bellos que recuerdo haber contemplado. El de la vieja Iruña. ¡Qué flipe! Esto nadie nos lo había advertido.

Las señales nos meten, desde Burlada, por un camino cómodo y perfectamente indicado, hacia las afueras de Pamplona. Nos cuentan que aquello es la Rotxapea. Nos acompañan una chicas, en el entorno de los veinte, simpáticas, con las que no recuerdo bien por qué empezamos a entablar conversación, y que, al parecer, hacían el Camino movidas por razones más místicas que las nuestras. Vamos, que olían a incienso parroquial que tiraban para atrás.

La madre de una de ellas, al parecer, era de Pamplona y algo conocía la ciudad, cosa que nos vino muy bien aunque, la verdad, parecía haber frecuentado más oratorios que bares. Más tarde descubrimos algún tipo de vínculo entre aquellas chicas y la Obra de don (san) Josemaría Escrivá de Balaguer.

Frente a nosotros y tras el río Arga, que estábamos atravesando por el moderno puente de los Descalzos, se erguían imponentes unos lienzos intactos de la muralla de la ciudad, con sus casetas de vigilancia (vacías, al parecer).

El Arga, por cierto, se veía sano, caudaloso, de una ligera tonalidad verde que no parecía contaminación preocupante. Unos patos de variados cromatismos completaban la apacible escena.

–Tengo que hablar con Pep Félix. Mira, papá cómo está el Arga y cómo tenemos al Francolí.

-¡Pero hijooooooooo! Desconecta.

Cruzado el río, las marcas del Camino nos indicaban una empinadísima subida a nuestra derecha, como para escalar aquella recia y medieval fortificación. La opusina-jefa, como dimos en denominarla mi padre y yo con más mala leche que caridad cristiana, asumió el liderazgo de todo el grupo y nos sugirió hacer caso omiso de la pintura amarilla y doblar a la izquierda.

–Por aquel lado se sube hacia la parte alta de las murallas, por la Puerta de Francia y se asciende hacia una zona muy bonita de la ciudad, pero por aquí también se puede subir, el ayuntamiento está muy cerquita y os enseño el recorrido del encierro.

–Ah, pues vale, estupendo y agradecidos –asentimos.

La muchacha, Camino, dijo llamarse (¡sí!, ¡Camino nos guiaba en el Camino!), nos fue indicando, asumido su papel de cicerone, dónde se encontraban los, en ese momento, inexistentes corrales del Gas, dónde los de Santo Domingo. Nuestras piernas ya cansadas tras una larga jornada de marcha comenzaron a progresar por aquella otra cuesta, parece que la última del día que, según nos decía Camino, llevaba hasta el Ayuntamiento y la iglesia de San Saturnino, cerca de la cual había un albergue de peregrinos.

–¡Anda! ¡Si en la tele parece más grande! –exclamó otra de aquellas pías doncellas.

–Jajajaja –rió Camino–. Eso mismo dije yo la primera vez que me trajeron mis padres.

La Cuesta de Santo Domingo, en medio de la cual nos mostraron una oquedad en el muro en la que, según se nos indicó, se colocaba a san Fermín para «rezarle» antes de los encierros, nos pareció increíble. La verdad es que aquel entorno, tantísimas veces visto por televisión, impresionaba.

Nos encontrábamos en la plaza Consistorial que, efectivamente, provocaba una súbita extrañeza por sus dimensiones reducidas pero, vamos a ver, ¿no dicen que la tele adelgaza?

También impresionaba la majestuosa fachada del edificio del ayuntamiento. Camino, que se demostró buena conocedora de aquel cuidado casco viejo, nos narraba los detalles del Chupinazo, nos paseó por las calles Estafeta y Mercaderes antes de dejarnos a la puerta de una curiosa y muy bien cuidada iglesia gótica a la que llamó «San Cernin». Para ello, debimos alcanzar casi la inmensa plaza de toros de Pamplona y posteriormente volver sobre nuestros pasos. A la vuelta, en la plaza consistorial nos mostró un plano grabado sobre los adoquines del suelo en que se veía la distribución en burgos que tenía la ciudad durante la Edad Media: Burgo de los Franceses, o de San Cernin, Burgo de la Navarrería y Burgo de San Nicolás.

–Pero, ¿esta no es la iglesia cuyas torres veíamos desde el río? –inquirí.

–La misma –nos aclaró nuestra improvisada guía.

–¿Y no nos dijiste que era San Saturnino? ¿Es también la de San Fermín?

–No, no, «San Fermín», no, San Cernin, con ce y pronunciada como palabra llana. Cernin, es Saturnino en francés. San Cernin y San Saturnino es lo mismo. San Cernin es el patrón de Pamplona. Fijaos en el suelo, por favor.

En aquella curiosa capital, para enterarse de las cosas había que andar mirando con un ojo hacia arriba y otro hacia el suelo. La admiración que me producían aquellas cuidadas arquerías medievales que daban entrada al templo nos habían hecho obviar una placa circular con una inscripción que había ubicada en el suelo. Al parecer, bajo aquella losa se encontraba el pozo –pocico, en denominación local– con cuya agua fueron bautizados los primeros cristianos de la localidad.

–Coño, ¿y san Fermín? A ver qué está pasando aquí.

–San Cernin –comenzó a explicar Camino– fue un santo francés del siglo III que, entre otras cosas, anduvo predicando por Pamplona y bautizó a san Fermín con agua del pozo. Aunque en castellano el nombre es Saturnino, aquí todo el mundo lo llama por su nombre original y, efectivamente, es patrón de Pamplona y se celebra el 29 de noviembre. San Fermín y san Francisco Javier son copatrones de Navarra.

Vaya usted a saber qué razones me movieron a hacer una peregrina (valga la redundancia) reflexión sobre lo que nos contaba Camino. En mi memoria brotó el dato de que San Francisco Javier se celebra el 3 de diciembre. Recordemos, además, que en todo el Estado, los 6 y 8 de diciembre son fiestas «nacionales», ¡pero estos, además, hacen fiesta el cercano 29 de noviembre!

–Efectivamente, es lo que llaman aquí el Puente Foral –aclaró nuestra informadora ante mis festivas reflexiones.

–¡Cágate, lorito! Menos mal que en Tarragona no hay de esto.

Mi extrañeza ante todas aquellas explicaciones relativas a santos y mártires contrastaba vivamente con el entusiasmo del resto de nuestras compañeras de viaje que, alborozadas ante los saberes de su hermana en Cristo, hacían fiestas y reclamaban, como si de un concierto de rock se tratara, que tocara una más.

La duda, no obstante, que en mi maldad me corroía desde hacía unas horas, estaba a punto de disiparse. ¿Iban todas aquellas muchachas a compartir un ambiente tan aparentemente promiscuo como el de un albergue de peregrinos?

–Bueno, oye, que estamos cansadas. Os dejamos a la puerta del albergue. A estas horas aún habrá plazas en este de aquí –dijo la chica señalando un edificio anexo a San Cernin.

–Anda, ¿y vosotras?

–Tenemos plaza reservada en un albergue de chicas que hay detrás de la catedral. Además, queremos dejar las mochilas, refrescarnos un poco e ir a misa de siete y media a San Lorenzo. ¿Vosotros vais a misa?

   Mi cara de perplejidad y la hilarante sonrisa que se escapó de la comisura de los labios de mi padre parecieron ser suficiente respuesta ante aquella pregunta que se nos antojaba tan extraña.

Nos dieron la mano a modo de despedida, en lugar de los dos besos que en nuestra cultura son más habituales, y las vimos marchar en dirección a la que nos habían presentado como plaza del Castillo. No las volvimos a ver.

Ya alojados, duchados y despojados de mochilas y botas, pudimos pasear aquel apasionante y cuidado casco viejo de Pamplona en el que casi en casa esquina yo iba tomando notas por si algún detalle o solución podía valer para nuestra Tarraco. Al fin y al cabo, Pamplona, en latín Pompilium, también había sido fundada por legiones romanas, de Pompeyo en este caso. Eso sí, no era una creación ex novo sino que sus primeras murallas se levantaron alrededor de un antiguo enclave vascón llamado Iruña.

Aún sigo dándole vueltas al ascensor que atraviesa el lienzo de las murallas desde la parte baja de la cuesta de Santo Domingo, junto al Arga y auxilia la ascensión hasta un bonito mirador situado en la parte más alta que se encuentra ya en pleno casco viejo. ¿Y esto en Tarragona?

–Papá. ¡Tengo que hablar con el alcalde!

**

Tras la cena, mi padre se fue a descansar y yo aproveché para dar una vuelta en soledad, y tomar un refresco en un rincón tras la catedral que me pareció absolutamente encantador. Hacía frío y no iba yo preparado para éste, acostumbrado a mi julio de estilo más mediterráneo; formaban mi atuendo una camisa, unos pantalones cortos y unas chanclas, y doy mi palabra de que terminé en el Redín, en el Caballo Blanco, por casualidad. Una vez sentado, en silencio, reparé en que la residencia de nuestras transitorias compañeras no debía de andar muy lejos.

La terraza de este bar es, me dicen, quizá, el más entrañable rincón de Pamplona. Sobre las murallas, en un entorno medieval, está pegado al centro de la ciudad, de hecho, se encuentra detrás de la catedral, pero separado de esta por un angosto y precioso callejón. Desde lo alto de la terraza se divisan monten y llanos hasta donde alcanza la línea del horizonte.

La soledad y la escasa afluencia de público en aquel momento me permitieron charlar con uno de los camareros. Este me explicó que aquel bar, de arquitectura abiertamente medieval, era una propiedad municipal cuyo concesionario era ¡un sueco! Me habría gustado charlar con el sueco pero parece que en aquellos momentos se encontraba fuera del local.

Una semanas más tarde, repasando mis notas y buscando información, me enteré de que el precioso edificio de piedra, adornado con vistosos y coloridos ventanales, en realidad había sido levantado en pleno siglo XX con los restos de otro palacete que mi escaso conocimiento de la ciudad me impidió ubicar. Decididamente, se puede volver a Pamplona en busca de ideas.

Paseando mis ojos sobre las murallas, sentado en aquella apacible y fresca terraza, volví a acordarme George Lakoff y su elefante “socialista”.





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