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miércoles, 24 de febrero de 2016

Chacinería ferroviaria





También soy caprichoso y un poco artista, y por serlo me molestan
 la fiscalización que sobre mí ejercen los relojes de las estaciones, 
el automatismo invariable de mis movimientos 
y la monotonía de mis itinerarios prefijados y de mis caminos 
«oficiales», anchos de un metro seiscientos setenta milímetros...

EDUARDO ZAMACOIS: Memorias de un vagón de ferrocarril

–¡Castillo!

–¡Hombre! ¿Qué tal? –saludé con poca convicción.

Era él. Nos habíamos visto hacía pocos días y me había salido con lo de las butifarras de la política. Es cierto que me había advertido de que coincidíamos en el tren con cierta frecuencia pero estas cosas, casi siempre, quedan en el «ya nos vemos si eso». Parece que el azar se había empeñado en hacer trizas la, con frecuencia, tranquilidad de mis trayectos. No obstante, en ese momento me resigné a no poder leer la documentación sobre el trasvase del Ebro que me habían pasado. De hecho, no llegué ni a abrir la carpeta. Podría haber dado alguna comprensible excusa –real, por otra parte– pero por algún motivo decidí no hacerlo. Además, recordaba la charla con aquel personaje (¡joder!, ¿cómo se llamaba?) con cordialidad.

–Buenos días, ¿qué tal? –continué–, ¿para Barcelona de nuevo?

–Sí, buenos días –respondió educado–. Ya le dije que tomo este tren con frecuencia. Una cosa que hay que reconocer es que, a pesar de lo malo de la situación actual en general, las comunicaciones ferroviarias han mejorado una barbaridad. No hace tantos años daba realmente la sensación de que íbamos en tren de Tarragona a Barcelona, pero ahora que tardamos más que entonces (cosa increíble), por un poco más de tiempo, perfectamente podríamos ir en burra. Mi madre, siempre que se refería a algo muy lento decía «es más lento que el Mixto».

–¿El mixto? –pregunté extrañado.

–Sí –me explicó–. Por lo visto, «El Mixto» era un antiguo tren mixto, o sea, que transportaba mercancías, personas y, a veces, hasta ganado. Entre que era de aquellos de carbón que echaban tanto humo y que debía de parar en todos los apeaderos habidos y por haber en sus trayectos, los viajes en El Mixto eran legendarios por eternos.

–¡Anda! ¡Qué curioso! Pues no sabía. Tu madre era de Cartagena me dijiste, ¿no? Oye, eso sí, me vas a disculpar pero tengo la cabeza en veinte cosas y no me acaba de salir tu nombre. Pero habíamos quedado en que nos íbamos a tutear.

En este punto del relato debo aclarar dos cosas. Le pedí disculpas a él, pido disculpas a mis lectores y, sobre todo, me pido disculpas a mí mismo por no recordar el nombre de un ciudadano con el que hacía escasas jornadas había estado compartiendo charla y viaje. También me avergüenza un poco el sacar a colación su ascendencia cartagenera, que no venía a cuento pero el hecho de que en la memoria me quedara algún dato de aquel hombre y, sobre todo, hacérselo saber, aminoraba mi sensación de pudor por lo del nombre.

La segunda aclaración es que eso «del Mixto» no me sonaba de nada pero, como curiosidad, luego busqué la expresión en Google y no me apareció nada parecido. Cosas de madres, imagino.

–Enric. No te preocupes.

–Ah, sí, disculpa, disculpa.

–¿Estás ocupado o seguimos con lo de las butifarras que me empezaste a contar el otro día?

En ese momento me asaltó de nuevo la tentación de excusarme amablemente pero no lo hice.

–No, siéntate si quieres y vamos charlando. ¿Dónde nos habíamos quedado?

–Me estabas explicando lo de las butifarras –sonrió.

–Ah, sí, la chacinería.

–Sí, el otro día me decías que muchas veces salen cosas en la prensa que no se corresponden con hechos delictivos concretos y me ponías de ejemplo algo de vuestro anterior secretario general.

–Sí, lo del Pere pero es que el asunto es otro –comencé a explicar–. A mí me tiene, como ciudadano y como político, muy preocupado todo lo que está pasando aunque, el fondo, nos deberíamos alegrar.

–Sí, da mucha alegría –ironizó Enric.

–Sí, hombre –continué–, la alegría no porque haya tantísimos casos de corrupción, que esos ya estaban, es porque la preocupación no aparece cuando los casos se producen sino justamente ahora que parece que la Fiscalía Anticorrupción se ha puesto las pilas y todo se está desmantelando y eso nos debe satisfacer.

–Bueno, visto así… Pero, ¡narices! ¡Es que no se salva nadie! Todos los días aparecen chorizos nuevos. ¿No hay gente honrada en política? Es que es lo que no me entra en la cabeza. Y ya lo de Valencia es… Bueno, lo de Valencia, que aquí en Catalunya tenemos lo nuestro.

–Pues te diré –continué– que yo creo que la cosa es más preocupante de lo que piensas pero por distintos motivos.

–¿No te preocupa la sensación de que estamos gobernados por ladrones y filibusteros?

–Es que no es así. En el fondo, no hay tanta butifarra. Hay casos, por supuesto. Me llama mucho la atención un valenciano, precisamente, que está en la cárcel. Un tipo que empezó su carrera política en el FRAP, un grupo terrorista de los setenta, marxista-leninista; tuvo cargos en el PSOE, fue Conseller con el PP y de ahí a la cárcel.

–¡Ah! Me suena esa historia, un tal Blasco. ¡Menudo pájaro! Se quedaba con la pasta destinada a la cooperación internacional.

–Sí, ese. Pues como Blasco hay muchos pero en el fondo hay muchos menos de los que parece y paradójicamente es peor.

Enric ponía cara de no entender nada de aquel aparente trabalenguas. Seguí.

–Si prestas atención a las noticias verás que las Gürtel, Púnica, Acuamed y las que se te ocurran, en el fondo, no son asuntos de personas particulares que decidan robarnos sino asuntos de financiación ilegal de partidos políticos, especialmente el PP.

–Bueno, el PP y todos –apuntó mi interlocutor.

–Tampoco me parece que el mensaje «todos son iguales» sea ni justo ni positivo. Dicho esto, en Catalunya, con CiU ha habido problemas muy gordos.

–El famoso 3%.

–Exacto pero, ¿recuerdas quién fue el primero que lo denunció, mucho antes de que todos estos empezaran a desfilar por los juzgados?

–¡Coño! ¿No fue Pasqual Maragall?

–Sí. Y como la gente es así de cabrona, se atribuyó a las «maragalladas» y luego a que si el Pasqual no sabía lo que decía por su enfermedad que, por cierto, ha llevado con muchísima dignidad.

–Pues es verdad –asintió mi compañero de viaje–. ¿Dices entonces que roban para los partidos?

–Pues es que es así. No es tanto un problema de que haya tantos o cuantos chorizos, butifarras como decías tú, como de que tenemos todos que hacer un severo esfuerzo por darle una vuelta a este sistema que está todo hecho una mierda. Y una de las cuestiones que nadie nos atrevemos a poner encima de la mesa de forma sincera es la de la financiación de los partidos políticos, que recordemos que son instrumentos esenciales para nuestra democracia.

–Estamos llegando pero me parece muy interesante lo que dices.

–Gracias pero, si te fijas, por mala que sea la sensación social, el asunto es más profundo y más preocupante. No podemos seguir así. Pero sí, estamos llegando. Otro día más.

–Venga, que tengas buen día.

–Igualmente, Enric. Un abrazo.




jueves, 18 de febrero de 2016

Butifarras en el tren


Dentro de pocos meses oiréis resonar por estas montañas el agudo silbido de la locomotora. Es la voz del vapor que nos llama a la civilización…

ARMANDO PALACIO VALDÉS: La aldea perdida.

–Hola, Carles Castillo, ¿no? ¿Le importa que me siente?
–Sí, bueno, soy Carles Castillo, siéntate, claro –accedí un poco extrañado.

Me llamaron la atención varias cosas. Por una parte, políticos y no políticos solemos respetar al de enfrente y su intimidad en el transporte público. Es cierto que, alguna que otra vez, personas de edad, por lo común militantes socialistas y a las que trato, sean hombres o mujeres, como a mi misma madre, se me abalanzan para animarme y contarme que me han visto por la tele o en un mitin o acto del partido. Son entrañables y sus consejos, casi siempre, dignos de tener en cuenta, con la salvedad de la coletilla nada infrecuente de «y qué guapo es el Primer Secretario» (!!!). Aparte, como digo, de personas con cierta veteranía a las que la edad ha despojado felizmente de pudor, casi nunca se me acerca persona alguna en el autobús o el tren. Sí me pasaba, sin embargo, bastante a menudo, por la calle, cuando estaba de concejal en Tarragona. Este ciudadano me conocía y su rostro carecía de registro en el archivo facial que toda persona tiene en su cabeza. Lógicamente, me había visto en la prensa o en algún acto.

También me llamaba la atención otra cosa: me trataba de usted y se dirigía a mí en castellano. Haciendo un análisis rápido, me resultaba evidente que no era compañero del partido porque no me habría tratado de usted. Lo del idioma se me hacía más raro aún porque, aunque el castellano es mi lengua materna y en la que aún me dirijo a mis padres y escribo muchos de mis textos, en la vida cotidiana nos hemos acostumbrado a usar el catalán como forma habitual de comunicación. Además, es la que se acostumbra en mi casa, pues es en la que me dirijo a mis hijos.

El que yo lo contestara apeando el tratamiento del «usted» no tuvo pretensiones de ser falta de consideración por mi parte. Simplemente, me resulta más cómodo. La conversación fluye mejor y mi intención era que si aquel anónimo ciudadano iba a darme palique, al menos hiciera lo propio y procediera a tutearme. Además, le calculé unos pocos años más que yo y me parecía lo lógico.

Tal y como sospechaba, aquel personaje tenía ganas de charla. Seguía mi trayectoria según me confesó y, además, ahí estaba la clave, su padre era cartagenero. ¡Acabáramos! De todas maneras, al parecer, no era la primera vez que coincidíamos en el ferrocarril pero sí que nuestros asientos estaban tan próximos esta vez que facilitaban la charla.

Debo admitir que, por lo general, no me gusta que me aborden sin venir a cuento, pero también es cierto que charlar de vez en cuando con personas alejadas de este microcosmos que es la política nos ayuda, con frecuencia a tener una perspectiva de la que a veces carecemos los políticos.

Pasados los minutos de las presentaciones y las generalidades, el hombre, al que podemos llamar Enric, se atreve a lanzar su pregunta.

–Pero explícame una cosa, ¿cómo hay tanto chorizo en política o, si queremos catalanizarlo, tanta butifarra?

La verdad es que con el cariz que estaba tomando aquel diálogo me estaba viendo venir la «pedrada» tanto que no pude sino empezar a responder esbozando una sonrisa.

–¡Butifarra! Hombre, está bien eso pero, ¿a qué te refieres? A ver, sé más explícito.

–Hombre, Carles, llevamos una temporada que no hay día que la prensa no anuncie un nuevo escándalo y que alguien se lo ha llevado caliente. Ayer dimite la Esperanza Aguirre esta que parecía que no la echaban ni con lejía pero es que hace unos días nos enteramos de que han imputado a este de los vuestros que fue alcalde de Tarrassa.

–¡Ah! ¡El Pere!

–Sí, exacto, Pere Navarro, que además fue también secretario general de vuestro partido, ¿no?

Comentaba antes que charlar con personas alejadas de la actividad política me resulta enriquecedor. Tenía ante mí a Enric, un ciudadano lo suficientemente informado como para seguir a grandes rasgos la actualidad, pero suficientemente lejano a ella como para llamar «secretario general» a nuestro «primer secretari». En resumen, Enric no parecía una persona sin más, sino algo que a los representantes institucionales nos resulta primordial: la voz de la calle.

–Sí, sí, primer secretari pero el asunto del Pere que ha salido en la prensa no tiene nada que ver con ningún choriceo ni butifarreo ni nada sino que es algo tan sencillo como que a un tipo le escuchan decir por teléfono «voy a pedir un favor al Pere Navarro» y como un investigado tiene más garantías procesales que un simple testigo, el juez decide otorgarle esa categoría que, lógicamente, no implica absolutamente nada. Yo soy abogado y lo entiendo en estos términos pero comprendo que con el follón con el que nos enfrentamos a diario en la calle al final se mezcle todo. El Pere es un buen hombre y no he tenido nunca referencias siquiera lejanas de que haya hecho nada vergonzoso ni cuando era alcalde de Tarrasa ni cuando fue diputado en el Parlament, como soy yo ahora ni, por supuesto, como Primer Secretari de los socialistas catalanes. Es una persona honesta incluso hasta para dimitir voluntariamente de alcalde en su momento, para dedicarse exclusivamente a candidato al Parlament. Y esto no lo diría por mucha gente: -me mojaría porque es inocente de haber hecho nada malo...

–Bueno, no sé –me interrumpió Enric– pero entiende que quizá en este caso sea como dices pero en Catalunya y en todo el Estado saltan líos de cosas gordísimas a diario. La sensación que tenemos muchas personas es la de que hay que tomar medidas para limpiarlo todo a fondo, desde los despachos de ministros y consellers hasta los juzgados pasando por lo que se te ocurra.

Ante esa afirmación de mi interlocutor me asaltó una duda, una curiosidad. No era importante pero mi lado cotilla me llevó a preguntar yo también.

–Oye, Enric, ahora te explico esto, que yo creo que no se entiende del todo pero tienes mucha razón en lo que dices y muchos estamos en esa clave. ¿En las generales votaste a los del Rivera o a los de la Colau?

–No, no, no me líes y no te líes. Mi percepción sobre la realidad política es la de cualquier ciudadano, creo yo, y eso es independiente de a quién haya votado o dejado de votar. Tenemos la mala costumbre de colgar etiquetas y, en función de eso, calificar puntos de vista. Solo te digo una cosa. Si yo pensara que tú puedes tener que ver en algún asunto de los miles que brotan no te estaría preguntando.

–¿Pues sabes qué? ¡Que tienes toda la puñetera razón! Me había asaltado la curiosidad pero es cierto que la situación general está tan envenenada que prestamos oído al de enfrente en función de la cartela que lleve y no por lo que dice. Así no podemos avanzar.

De pronto, en catalán, inglés y castellano escuchamos: «próxima estación, Barcelona».

–Vaya, esto al final se nos ha quedado corto pero tenía mucho interés en explicarte lo que yo pueda saber y entender del asunto este de las butifarras. ¿Coges este tren con frecuencia?

–Sí, sí –replicó Enric–, ya te digo que no es la primera vez que coincidimos lo que pasa es que…

–¡Pues no te cortes! Si vamos a coincidir más veces. Hombre, a ver, que me puedes pillar preparando un acto o estudiando un documento o alguna de estas cosas que aprovecho para hacer en el tren pero me encantaría que coincidiéramos más veces y seguir charlando. A mí también me viene muy bien.

–Pues encantado.

–Pues hasta pronto entonces.



martes, 9 de febrero de 2016

Hay que esforzarse por no descarrilar


Hay que esforzarse por no descarrilar
La locomotora vencía al aire, a la gravedad, 
era el progreso sobre rieles, la esperanza, 
la modernidad, el futuro…

ELENA PONIATOWSKA: El tren pasa primero

Comentábamos en la anterior entrada que los trenes son ingenios sumamente útiles y que pueden ser escenario de los fenómenos más diversos. Hablábamos del póker y mientras escribo estas líneas se me viene a la cabeza una secuencia de Con la muerte en los talones a la que la inefable censura franquista decidió quitar el sonido para que no quedase tan claro que, en aquel coche-cama, Cary Grant y la guapísima Eva Marie Saint perpetraban un adulterio en toda regla. En fin…

Tengo la sensación de que en el PSOE y, quizá en mayor medida, en el PSC, la militancia y sus cuadros se sienten en un tren de alta velocidad que se acerca vertiginoso a un lugar de cambio de agujas pero con la conciencia de que hay que tomar el camino adecuado porque una indecisión en el peor momento nos llevaría a descarrilar. Ahora bien, asumida esa realidad, las opciones y hasta las estrategias para decidir qué vía debe seguirse los próximos cientos de kilómetros son cuando menos, controvertidas.

Como no todo van a ser metáforas y chascarrillos ferroviarios, voy a ir desgranando lo que, en mi opinión, puede estar detrás de los distintos puntos de vista y voy a empezar a analizar cuestiones que están sobre la mesa pero de las que no se habla cuando se mentan las famosas «líneas rojas».

Y es que hoy quiero hablar de algo tan supuestamente anodino como la ley electoral...

Quienes nos dedicamos a esto, y no tanto nuestros votantes, sabemos que las leyes electorales están muy lejos de ser cuestiones técnicas; su redacción está cargada de una honda intencionalidad política que tiene que ver de manera primordial con el modelo de Estado (o de Comunidad Autónoma), con el peso mayor o menor de los partidos políticos en el desarrollo democrático, asimismo, y en sentido contrario, con el peso mayor o menor de la ciudadanía en las decisiones que se toman.

El ciudadano medio sabe que existen importantes disfunciones entre el número de votos y la representación que estos votos tienen en el Parlamento. El caso que más llama la atención, desde siempre, es el de IU: en las últimas elecciones generales casi un millón de votos y dos diputados. Pero no es el único caso singular. Los que vivimos en Catalunya recordamos aquellos comicios al Parlament en los que el PSC ganó en número de votos pero CiU en escaños. ¿Cómo puede ser esto? Asimismo, en el parlamento vasco es frecuente la circunstancia de que los partidos abertzales de distinto signo alcancen un número total de votos claramente mayoritario pero, sin embargo, se han dado ocasiones en los que ni siquiera alcanzaban la mayoría necesaria para gobernar (así llegó a lehendakari el compañero Patxi López).

Quizá en futuras entradas me detenga a explicar, técnicamente, las peculiaridades de las distintas leyes electorales españolas y a qué lógica responde cada una de ellas. No lo haré en este momento pero sí daré un par de apuntes sobre los ejemplos propuestos: un diputado al Parlament por Barcelona «cuesta» del orden de 65.500 votos mientras que uno por Lleida precisa menos de 30.000 sufragios. Asimismo, un diputado por Álava –provincia o, como dicen ellos, «territorio histórico», tradicionalmente centralista– necesita unas 13.000 papeletas para alcanzar un asiento mientras que en Vizcaya (feudo tradicional del PNV) 46.000 votos no garantizan la elección.

Una de las condiciones que pone Podemos (lo sé, ¡acabo de mentar a la bicha!) para formar un gobierno de coalición es la reforma de la ley electoral, una ley electoral que en el Congreso provoca las conocidas disfunciones y que en el Senado, por sus peculiaridades, hace que el PP (en este caso), con menos de un 30% de votos, posea cerca del 60% de los escaños. Una ley electoral que forma parte de un diseño político, el de la Transición, que nos ha sido de extraordinaria utilidad y ha dado a España uno de los períodos de estabilidad económica y política más largos de la historia.

En el entorno del 78 nos dotamos de unas reglas de juego que no puedo menos que calificar de inteligentes. Al final, las cosas no son buenas ni malas per se. Funcionan o no funcionan. Cumplen o no cumplen la finalidad para la que fueron diseñadas. Y dentro de estas reglas de juego se encontraba una ley electoral pergeñada para dotar al parlamento de mayorías estables, en la que las provincias (circunscripciones) pequeñas no se sintieran ninguneadas por su escasa población y en la que los aparatos de los partidos políticos, que en aquella época parecían ser lo más concienciado de la sociedad, tuvieran un papel primordial en el desarrollo de los acontecimientos.

Casi con seguridad, aquella ley electoral fue la mejor que se pudo redactar para una sociedad ilusionada pero que venía de la larguísima noche del franquismo y para la que, salvo señaladas excepciones, la participación política resultaba exótica.

Y seguimos en el tren. El panorama político al que nos enfrentamos los socialistas no es nada fácil. Que nos lo digan a Tarragona. El convoy avanza, el control del guardagujas se vislumbra cada vez de manera más nítida. Entre nosotros hay quien parece refractario a los cambios importantes así como quien opina que en un momento histórico hay que tomar decisiones osadas y que el país (no El País, que eso da para otro capítulo) está en condiciones de experimentar una reforma política de inmenso calado y que somos los socialistas quienes debemos protagonizar el cambio, aunque ello nos suponga compartir la cabina con personajes que no nos gustan y cuyas intenciones últimas adivinamos aviesas.

La ley electoral, que hasta ahora nos ha beneficiado, se nos puede volver en contra de un momento a otro. Es nuestra responsabilidad pues, decidir la vía adecuada o, quizá, descarrilar.