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miércoles, 12 de noviembre de 2014

El Temple y las rarezas pamplonesas (1st part)




Nuestro objetivo de hoy es llegar a Puente la Reina, el cruce de caminos donde se unen la vía que viene de Somport y la que nosotros seguimos, desde San Juan de Pie de Puerto y que entra por Roncesvalles. Desde allí, ambas rutas jacobeas se convierten en una sola que nos llevará algún día hasta Compostela o, según estemos de humor y cansancio, hasta el propio Finis Terrae, en otros momentos de la Historia, culminación del repaso a las tierras conocidas, el fin del mundo, en fin...

Aunque el Camino finaliza frente a la plaza del Obradoiro, cada vez son más los peregrinos que empujados por alguna suerte de halo místico se resisten a terminar ahí sus pasos y se acercan hasta los acantilados de Finisterre a darse un baño «purificador» o a contemplar los atardeceres con cara de panoli. Que sí, que vamos, que no digo yo que no sean unos atardeceres muy bonitos pero… ¿Os he dicho ya que en el Camino hay mucho zumbado? La mayoría de la gente es convencional, conviene aclararlo, ¡pero hay cada uno y cada una!

Aunque hay docenas de guías que describen el Camino con todo lujo de detalles, en general pocas recogen elementos notables fuera de la vía jacobea propiamente dicha, pocas se atreven a alejarse de las marcas de pintura amarilla. Imagino que la economía tiene que ver también con eso. El Camino se ha convertido en nuestros días es una fuente de ingresos –a veces la única– para cientos de localidades que lo jalonan y es poco conveniente que la parroquia se disperse más de lo imprescindible.

Carlos y Carles, o sea, nosotros, no tenemos prisa. Tardaremos años en llegar a Santiago, estas breves vacaciones no son sino el primer tramo de unos cuantos que en años sucesivos haremos solos o con más familia. Se verá. Nos podemos permitir el lujo de detenernos donde deseemos, mirar lo que nos plazca y entretenernos donde y con quien sea menester.

Salimos a desayunar por una calle ligeramente empinada, empedrada, en cuya cima se yergue majestuosa la catedral de Pamplona. Creo que es la misma calle por la que subí anoche para encontrarme con ese rincón tan singular que es el Caballo Blanco.

Camino (la que iba con las amigas) nos había explicado que la catedral de la ciudad, como tantas otras, ha sido construida en diversas épocas y eso le quita algo de encanto arquitectónico. Sea como sea, lo que se alza frente a nuestros ojos en aquel altozano es una fachada neoclásica sencillamente espectacular.

Por las razones que ahora explicaré, finalmente decidí mirar y anotar el nombre de aquella estrecha vía en pleno casco viejo pero que da la sensación de estar siendo objeto de un muy serio trabajo de rehabilitación: calle Curia.

A mitad de calle, un cartel en bandera (seguro que prohibido por las ordenanzas municipales) llama mi atención. Es una especie de escudo. Oscuro. Con una cruz griega roja en su centro. Me fijo. El Temple.

El Temple es una especie de hostería que recuerda ligeramente al Caballo Blanco, de hecho, como aquel, sus ventanas son de piedra de sillería y tienen forma de arco ojival (sencilla regla mnemotécnica para acordarse de él de pequeño, porque recuerda un ojo ese tipo de vuelta) y se terminan de cerrar con un enrejado de forja. La puerta, de madera, da acceso a un largo y estrecho establecimiento a modo de taberna medieval. A la derecha, en la barra, un buen puñado de platos repletos de unos pinchos, la mayoría rebozados, con pinta de recién hechos, provocan una instantánea secreción de las glándulas salivares. A la hora del desayuno estoy como el perro de Paulov.

–¡Papá!, ¡desayunamos aquí!

–Como quieras, tan bueno será este como otro –respondió mi padre entre la indiferencia y la resignación.

Amén de las viandas normales del desayuno, aunque no sea yo muy normal para el desayuno, si mi estómago se encuentra en condiciones, pues me inclino por el continental con zumos y frutas varias, me llamaron la atención dos cosas: unos rebozados, casi esféricos, deliciosos que, según me dijeron, se llaman «moscovitas» y, sobre todo, un inmenso panel que ocupaba toda la pared enfrente a la barra.

Ya he dicho que el local tiene un aire de taberna medieval muy singular. No es fácil, a bote pronto, descubrir si un establecimiento tiene, de verdad, elementos medievales o es puro y simple atrezzo. El aspecto y, sobre todo, el entorno, inspiraban autenticidad. También hay, claro está, guiños facilones a los turistas como alguna espada tipo Tizona por ahí colgada o una armadura que parece sacada de Ivanhoe.

Pero el cuadro, aquel inmenso cuadro reclamó mi interés de inmediato. Es una iglesia, con espadaña, románica, pequeña. Me pareció que su claustro, en el exterior de la nave central, era de planta octogonal. El templo, además, según parecía en aquel enorme mural, está en medio del campo.

–Perdone, ¿qué es esto?

[continuará]

lunes, 10 de noviembre de 2014

Nosotros sí que podemos (final)


Nosotros sí que podemos (parte 1 y 2)

(continuación)

Y hablando de tramposos…

Sería extraño no hacer referencia al populismo de izquierdas que tanto susto ha dado a muchos al ver los resultados de las pasadas elecciones europeas.

Y quiero ser muy claro también en este asunto, íntimamente ligado al anterior: no es ni sensato ni democrático ni honrado decirle a cada uno lo que quiere oír.

Valoro más a mis amigos que, a grandes rasgos, son los de toda la vida, porque saben que lejos de molestarme cuando me dicen «Carles, estás metiendo la pata en…», lo agradezco. Líbrenos el cielo de aquellos que nos adulan sin mesura, que jamás enfrentan nuestros puntos de vista o que antes de decirnos aquello que puede no gustarnos miran para otro lado y silban.

Si un mérito hay que reconocerle –tiene muchos– al socialismo español, encarnado en el PSOE y el PSC es el de no haber ocultado nunca que gobernar consiste, muchas veces, en hacer complicados ejercicios que difícilmente pueden contentar a todo el mundo.

Se nos dice con frecuencia que el electorado socialista, históricamente, ha estado a la izquierda de sus dirigentes. Aunque muchas veces así ha sido, no me lo creo del todo de manera absoluta.

Con independencia de que muchas veces nos haya faltado claridad, pedagogía, quizá valor también para afrontar determinadas decisiones, la única diferencia entre un militante o simple votante socialista y un, pongamos por caso, concejal del ayuntamiento de Tarragona es que aunque ambos actúan de acuerdo con su ideología y movidos por un horizonte de justicia social, el segundo ha de actuar necesariamente alejado de sectarismos. El concejal del que hablamos lo es de todos y todas los y las tarraconenses, no solo de los que le votaron. Y esta inevitable responsabilidad condiciona, como no puede ser de otra manera, la acción política.

El PSC o el PSOE nacieron como partidos cuyo fin último es transformar la sociedad en un marco de pluralismo político en el que aspiramos a convencer a la mayor cantidad de gente posible de la bondad de nuestros principios y fines, pero pretender gobernar solo para los nuestros, como parecen pretender algunos partidos, es también saltarse las reglas de juego.

Puedo entender que las vicisitudes que han debido arrostrar millones de familias en los últimos tiempos las haya situado un punto de desencanto en el que la tentación del «todo vale» pueda imponerse.

Sé que se han hecho muchas cosas mal (no solo lo sé, sino que lo he dicho). Sé también que colectivamente no se asume por parte de los partidos con vocación de gobierno que muchas de las bases sobre las que se asentó la Transición hoy están podridas. Que la mayor parte de la población española no pudo votar la Constitución Española que marca las reglas del juego.

Es preciso cambiar muchas cosas. Desde la organización territorial hasta la ley de Partidos, la financiación de estos, el modelo de democracia participativa, la propia organización interna de las formaciones políticas… Hay que abrir ventanas. Es verdad, hay que cambiarlo.

Como estamos atravesando Navarra, me viene a la mente aquella cita de un personaje de Azpeitia que en su juventud estuvo muy vinculado a la propia ciudad de Pamplona. Decía Íñigo (Ignacio) de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, concretamente en el 318, que «en tiempo de desolación no hagas mudanza». Hay quien cambia «desolación» por zozobra, da igual.

San Ignacio, tan equivocado en muchas otras cosas, tenía «más razón que un santo» (perdonadme la broma fácil) en esta proposición.

La crisis económica se ha convertido en crisis política, ideológica, de principios, de cohesión social… Además, para colmo, «los de siempre» han aprovechado que el Francolí pasa por Tarragona para hacer retroceder los derechos sociales y políticos hasta niveles que en el propio franquismo no se habrían imaginado.

La derecha española, como ya pergeñé en otras páginas, no es que sea la más conservadora de Europa. De hecho, yo no creo que sean de derechas en sentido estricto. Lo suyo no es ideológico, aunque sí haya un trasfondo ideológico. No es que pretendan un modelo de construcción social de «padre autoritario», por usar una definición de Lakoff. El PP (o los pepés, que en realidad hay muchos), no es sino la estructura de poder encaminada a mantener y potenciar los privilegios de unos pocos, en general sectores económicos, la Iglesia entre ellos, a expensas de la mayoría. Y esto no es una ideología, es una práctica política, que es bien distinto.

Esta realidad, es cierto, dificulta enormemente cualquier atisbo de modificación de las reglas de juego, pero la manera de cambiarlo es en la calle, en las plazas, en las tertulias, en el plano de las ideas, del discurso, con pedagogía, convicción, ideas claras… O sea, mediante una transformación social que si bien comenzó a darse de una manera importante en tiempos de Felipe González –y en alguna medida con Rodríguez Zapatero y hasta me atrevo a decir que con Montilla– aún estamos muy lejos de alcanzar.

¿Qué a nuestros votantes les gustaría que fuésemos más allá en políticas de regeneración económica, social y democrática? ¡Seguro! A mí también. ¿Qué a nuestros votantes, en alguna ocasión, les resulta más cómodo orientar su voto a otras formaciones de izquierdas que les regalan la oreja con aquello que desean escuchar? Es comprensible. Pero no siempre es sensato.

Lo diré hasta la saciedad. No se pueden hacer trampas.

Permítaseme, al hilo de esto, criticar unas recientes declaraciones de alguien a quien admiro profundamente y que no se ha caracterizado nunca por hacer un discurso tramposo: Odón Elorza. ¡Pero qué buen tipo es Odón y hay que ver cómo me gusta en general su discurso!

Elorza proponía hace pocos días excarcelar a Arnaldo Otegui. El hecho concreto es que, con razón o sin ella, el político vasco es considerado «preso político» por docenas de organizaciones de defensa de los derechos humanos en todo el mundo. Yo soy el primero que no entiende muy bien que la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo y el propio Tribunal Constitucional hayan promovido, confirmado y mantenido su encarcelamiento por el caso Bateragune. No lo entiendo. Ni lo comparto pero, ¿la alternativa es, una vez más, obviar las reglas de juego? No, y es lo que propone Odón.

Pero volvamos al Camino, que bastante tabarra os estoy dando con esto de la política.

Nosotros sí que podemos (2a parte)



"Nosotros sí que podemos (introducción)

(continuación)

Decirle a la población que se pueden hacer trampas nos aboca a un abismo de incivilidad cuyas consecuencias son inciertas. Para mí sí ha de existir el derecho o la posibilidad de votar sobre la relación que tienen “España” y Catalunya, pero para eso hay que centrarse en primer lugar en modificar y adaptar las reglas del juego a la realidad, o en todo caso, aceptar una consulta a priori en nada vinculante. Pero unos no quieren mover un ápice su postura, y los otros tienen demasiada prisa, y han decidido ya no que no quieren sentarse a dialogar. Es exasperante para mí. Lo son las dos posturas enfrentadas. Porque como he dicho en alguna ocasión también en Tuiter, me indigna y hace que me hierva la sangre igualmente, el anticatalanismo jaleado por la derecha española, como la falta de respeto hacia España por una parte de la parroquia independentista.

Una vez se decide que la partida se desarrolla con las reglas que uno, unilateralmente, decide establecer –en mi casa se juega así al parchís–, ¿dónde se fijan los límites de lo admisible?

A veces conviene hacer un poco de pedagogía democrática y explicar cómo funciona nuestro sistema, cuáles son estas reglas de juego. Conviene también explicar qué significan las palabras que usamos con frecuencia con tan poco rigor como mala leche. Unas reflexiones más arriba hacía referencia a la importancia del lenguaje como elemento manipulador de pensamientos e ideologías. Enfrentémonos al engaño haciendo algo tan revolucionario como llamar a las cosas por su nombre y explicar de qué hablamos cuando mencionamos este o aquel concepto.

Los padres de la Constitución del 78 fueron lo suficientemente ladinos como para, cuando fue preciso, inventar términos que pudieran sortear mal que bien las dificultades a que se enfrentaba la construcción del nuevo estado.

Simplificando mucho, una nación es un conjunto más o menos extenso de personas –PERSONAS– que se sienten copartícipes de un proyecto común. Ojo, he dicho se sienten, porque cuando hablamos de naciones hablamos de sentimientos. Los sentimientos, además, se construyen a partir de una lengua, de una historia común, de unas costumbres, una idiosincrasia, un folklore, una Cultura, en definitiva…

Aclarado esto, se ha explicado muchas veces que existen todas las modalidades imaginables: estados plurinacionales –como el Reino Unido–, naciones divididas en estados distintos –como le ocurría a Alemania hasta la unificación–, naciones repartidas en diferentes estados en los que coexisten con otras naciones –pienso en los kurdos por no poner ejemplos más cercanos–, naciones sin estado –como le ocurría a la nación judía hasta 1948– y, lo más común, naciones-estado.

De hecho, parece natural que si un conjunto de personas alberga unos fuertes sentimientos de pertenencia a una comunidad, estas personas deseen dotarse del más alto nivel de autoorganización que sea posible.

Ahora bien, ¿quién decide lo que se siente? ¿Quién decide lo que se debe sentir? ¿Y lo que sienten otros? Y puestos a hacer preguntas complicadas, ¿qué ocurre si Antonia se siente parte de la misma nación que Pep pero este no se siente connacional de Antonia? Y si Antonia y Pep residen a mil kilómetros, incluso podríamos responder «lo lamento por Antonia pero yo también quiero ser pareja de Juliette Binoche (¡qué guapa estaba en La insoportable levedad del ser!) y ella no quiere nada conmigo», ¡ahora bien!, ¿y si Antonia y Pep comparten escalera?

Quien pretenda hacer simplificaciones con estos conceptos o es un perfecto estúpido (que los hay) o, sencillamente, es deshonesto consigo mismo y con los demás.

Decía antes que los padres de la Constitución, entre ellos algunos catalanes, sabían esto y jugaron con las palabras y los conceptos hasta alcanzar un extraño concepto que se construyó más a partir de pactos de no agresión que de convicciones sinceras. De ahí que la palabra nación se usa para España y, sin mencionarlo, cuelan de rondón una voz hasta entonces inexistente. Me cuentan que el creador del palabro nacionalidad fue el siempre sagaz Herrero de Miñón. No lo sé con certeza. No estuve en aquellas jornadas de encierro en el madrileño monasterio del Paular pero digamos que la idea me resulta coherente con el personaje.

Por otra parte, más allá de algunas referencias tangenciales en las disposiciones adicionales o transitorias de la Carta Magna, nada se dice en el texto de cuáles son esas nacionalidades, aunque todo el mundo tenía claro que serían vascos, catalanes o gallegos que, por otro lado, habían tenido algún estatuto de autonomía o régimen administrativo especial antes de 1936.

Y nos valió en aquél momento. O nos tuvo que valer. Ni a la nación catalana le hacía ni pizca de gracia aquello de la «nación española», indisoluble además, ni seguramente a Fraga y su cohorte de falangistas a medio reciclar les gustó ni un pelo lo de las nacionalidades, pero era aquello o no sacar un texto común de ninguna de las maneras. Fueron las reglas de juego. Y las aceptamos.

Más adelante, estas se completaron con unos mecanismos de acceso al autogobierno por la vía de apremio (art. 151 de la CE) a las que, para sorpresa de muchos, no solo se acogieron catalanes, vascos y gallegos sino también Andalucía.

Por último, se fijaron en los artículos 148 y 149 una serie de competencias exclusivas del Estado y otras susceptibles de ser traspasadas a las comunidades autónomas.

Las leyes que organizan el autogobierno –los estatutos de autonomía–, eso sí, debían ser aprobadas por las cortes españolas como leyes orgánicas.

Pues bien, con estas reglas de juego, una comunidad autónoma no puede convocar un referéndum sin la aquiescencia del Estado, ni de autodeterminación ni de nada. Decir lo contrario a la ciudadanía es, como indiqué antes, deshonesto. Sencillamente, es mentira.

Y lo digo alto y claro: soy partidario de que se celebre un referéndum; soy partidario del derecho de autodeterminación de los pueblos; Catalunya es una nación, le pese a quien le pese. Me siento ciudadano catalán y me siento ciudadano español. Me gustaría poder votar, me gustaría poder decidir que quiero que Cataluña forme parte de España –seguramente en otras condiciones administrativas y fiscales completamente distintas a las actuales, pero ese es otro asunto–, pero de ninguna manera estoy dispuesto a apoyar que el Estado de Derecho salte por los aires, como parecen pretender convergentes, republicanos y otros movimientos independentistas de más difícil descripción.

Con la misma claridad añado que no entiendo la torpeza de miras de un gobierno central empeñado en ningunear a las naciones –sí, he dicho naciones– periféricas, hacer que sentimientos cada vez más mayoritarios no puedan reflejarse en un cambio constitucional. No entiendo que se empecinen desde Madrid en alimentar extremismos que atentan contra los más elementales principios del sentido común. Pero por mucho que yo lo critique y todo lo que pueda estar dispuesto a intentar convencerlos de lo contrario, están en su derecho de ser así de torpes. Les votaron y ganaron unas elecciones. Y seguramente en este tema al menos, actúan normalmente pensando en su núcleo más radical. El más extremo. Al menos así me lo parece a mí.

¿Hay algo de neutralidad en mis palabras? Pienso honestamente que no. ¡Cuánto más fácil le resultaría al PSC situarse en las crestas de las olas del populismo! ¡Pero sí siempre hemos sido federalistas! Pero no somos tramposos.