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lunes, 12 de enero de 2015

A Puente la Reina


Más palabras nuevas: 

Tardamos tanto en salir de Pamplona que parecía que aquella, nuestra cuarta etapa, se nos iba a hacer eterna.

Vamos avanzando y al pasar por Cizur aprendo otra palabra nueva. Hay provincias en las que por historia y tradición, las localidades son ayuntamientos, a veces muy pequeños, de esos que dice la Constitución que se rigen por sistema de «concejo abierto».

La tantas veces anunciada reforma de Rajoy que amenaza con maltratar aún más a las entidades locales pretendía, en buena medida, disminuir de manera considerable el número de ayuntamientos españoles.

Por el contrario, en otras provincias es común lo contrario: una localidad o lo que es lo mismo, una concentración mayor o menor de viviendas con entidad propia y límites más o menos fijados se constituye en pedanía o junta vecinal y la unión de varias pedanías o juntas constituye un ayuntamiento o, como lo llaman en Asturias, Concellu. Me cuentan incluso que en el norte son frecuentes los nombres de términos municipales cuyo nombre no coincide con el de ninguna de las localidades que lo constituyen, con lo que se da la paradoja de que Pedreña (Cantabria) se encuentre en el ayuntamiento de Marina de Cudeyo pero no haya ningún lugar físico que responda a este nombre.

En la poliédrica Navarra la organización territorial –no podía ser de otra forma– varía de unas zonas a otras y en la Cuenca de Pamplona es frecuente la existencia de cendeas.

«Cendea» es la denominación tradicional que se da por aquellas tierras a los municipios que agrupan a varias localidades, en otras palabras, lo mismo a lo que me refería antes con el asturiano concellu. Eso sí, aquí tienen que llamarlo así de raro y, para colmo, por lo que pudimos saber, ni siquiera es una denominación común a toda Navarra sino que es de uso casi exclusivo en la comarca de Pamplona.

Pues bien, todo esto venía a cuento de que lo que nos encontramos casi a la salida de Pamplona es la céndea de Cizur que, todo hay que decirlo, también ha sido pasto de la burbuja inmobiliaria y mucho me temo que su cercanía con la capital ha sido causa de la condena a padecer buen número de urbanizaciones de adosados sencillamente espantosas.

Aparte del horror urbanístico que azota buena parte de la población, me llama la atención que su iglesia parroquial se llama de San Emeterio y San Celedonio. La iglesia tiene poco de llamativo pero su nombre me hizo recordar algo que me contó en una ocasión un amigo de Santander. Bueno, no estoy seguro de quién me lo contó, quizá el propio Pep Félix que, como es conocido, veraneaba en su infancia en Cantabria.

El caso es que los referidos santos son patrones de Santander y su importancia es tal que el propio topónimo Santander proviene, etimológicamente, de Santi Emeterii. Y sí, ya sé que esto de las cosas santas es muy raro pero, ¿por qué dedican aquí, a tantos kilómetros de distancia, una iglesia parroquial a los patronos de la capital de Cantabria?

***

Parece que la siguiente población, Zariquiegui, no era tan interesante para la avidez de los promotores urbanísticos porque el desastre constructivo no ha alcanzado los niveles de la cendea que acabamos de abandonar.

En la mayor parte del norte de España es bastante común algo que a los mediterráneos nos llama la atención: la cantidad de viviendas que se conservan en piedra de sillería, comúnmente caliza, en perfecto estado exterior y adornadas con blasones con los que, imagino, sus propietarios desean hacer valer los méritos legendarios de sus ancestros.

En Zarquiegui, más allá de que empezamos a disfrutar de uno de los motivos que nos lanzó al Camino –ver románico–, se mantiene en pie un buen puñado de casas blasonadas. Siempre es un placer pasear por calles cuyas edificaciones nos trasladan por unos instantes a la Edad Media.

La propia entrada al pueblo se encuentra adornada por una iglesia de grandes dimensiones –lamento no haber anotado el nombre– que, como tantas, seguramente ha sufrido los embates de la moda a lo largo de los siglos pero que conserva indudables vestigios románicos.

Lo que fue, sin duda alguna, el acontecimiento de la jornada y uno de los grandes hitos del Camino nos hará reflexionar sobre algunas cuestiones de arquitectura religiosa pero me apetece hablar un poco sobre el románico.

Un retazo del románico al gótico

Una de las novelas más leídas y, a la vez, denostadas de la literatura de las últimas décadas es Los pilares de la tierra. Sí, ya sé que Ken Follet es una referencia poco intelectual. Para muchas personas, el mero hecho de que de una novela se vendan millones de ejemplares constituye por sí mismo un claro ejemplo de que hay que mirarla por encima del hombro.

Con todos los respetos, me parece una auténtica estupidez.

No voy a entrar en la trama de amores, desamores, odios fratricidas e intrigas palaciegas que se describen en la novela pero sí creo de justicia explicar, incluso a quienes no la hayan leído, el hilo conductor de la misma: la transición del románico al gótico.

Es muy difícil caminar sobre la vía románica europea por antonomasia y que no se venga a la cabeza ese cambio de mentalidad, de ideología, de estructuras sociales y económicas, de urbanismo, de visión sobre dios, que fue el paso del románico al gótico, de la Alta a la Baja Edad Media.

Las sólidas, misteriosas, oscuras y frías iglesias románicas, con sus bóvedas de cañón, sus plantas de cruz latina, su aparente austeridad que desaparece como por ensalmo cuando nos detenemos a ver canecillos y columnas, con sus ábsides y pequeños deambulatorios, corresponden a una sociedad eminentemente rural, a unas relaciones económicas en las que el trueque aún era común, a unas relaciones de vasallaje feudal que serían difíciles de imaginar si no fuera por el cine y la literatura. Pero, sobre todo, el románico es el arte dedicado a la glorificación de un dios muy particular. La oscuridad de los templos sirve para recordar que dios está ahí, que nos mira, que nos juzga y nos castiga.

Tema distinto es que, con el paso de los siglos y despojados en nuestro interior de esta imagen de dios misteriosos, lejano y punitivo, podamos encontrar en las iglesias románicas, en su sencillez y silencio, un encanto y una paz que otras manifestaciones arquitectónicas no alcanzan.

¡Pero qué narices! Los catalanes sabemos mucho de románico, ¿o no? Aunque es cierto que «nuestro» románico, en su pureza tiene su singularidad y, por lo general, el arte altomedieval catalán no es tan hermético como el que se encuentra en minúsculas ermitas o grandes iglesias del camino de Santiago, al norte del Duero.

Ken Follet narra, creo que con bastante rigor, la enorme transformación social que supuso el final de esta ideología románica. Nos habla de la migración de los pequeños pueblos a las grandes ciudades que empiezan a levantarse, de unas minúsculas partículas, atisbos, de libertad personal que asoman como sin querer aquí y allá. Describe, no hay que olvidarlo, la aparición de lo que con el tiempo se convertiría en el capitalismo –una de las protagonistas se «inventa» un mercado de opciones y futuros en el que la commodity son vellones. Y en ese contexto convulso de trasformaciones sociales, los principales personajes son, como no podía ser de otra manera, constructores de catedrales, de grandes iglesias góticas, de centros de oración en entornos «urbanos», destinados a acoger a grandes grupos de población y en los que el creyente deja de bajar la cabeza, como en el románico, para alzarla hacia un dios padre, protector, luminoso, con el que la relación comienza a ser más humana.

Aparecen los arcos ojivales, las complejísimas bóvedas de crucería, los enormes ventanales por los que entra la luz: una sociedad nueva para un mundo nuevo. Y como tantas cosas modernas, el románico, a la mayor parte de los territorios, llegó desde Francia.

De pequeño me explicaron que las iglesias católicas se orientaban al este, quizá para que apunten hacia Jerusalén o, simplemente, para que el sol de la mañana ilumine el altar. Tomé conciencia plena de este hecho cuando, en la novela, uno de los personajes que está ubicando lo que será una enorme y novedosa catedral, toma al amanecer un palo y una cuerda, pincha el palo en la dirección por la que está saliendo el astro y, en línea recta y con la cuerda, fija el eje de lo que será la nave principal del templo.

Perdonad que entre en todos estos detalles pero es que desde entonces no puedo dejar de comprobar, cada vez que veo una iglesia medieval, si está «bien orientada».

Pero nuestro camino, el Camino, es anterior a todas estas moderneces del gótico y las vidrieras. Es cierto que nos toparemos con fantásticos edificios religiosos adornados con grandes cristales, impresionantes arbotantes –qué recurso constructivo tan ingenioso– e imponentes torres, pero la inmensa mayoría serán recoletos y robustos templos en los pueblos o, muchas veces, a las afueras de estos.

Luego seguimos hablando de románico que…

***

Leyendas

Antes de entrar en el ya anunciado acontecimiento de la jornada, quisiera hacer referencia a otro aspecto que me llama mucho la atención del Camino.

El hecho religioso, claro está, se encuentra ligado, por definición, a lo sobrenatural. Nada hay más sobrenatural que creer es un ser al que nadie ha visto, cuya existencia no puede demostrarse ni dejarse de demostrar pero que, de alguna forma inasible para el entendimiento humano, está ahí, para bien y para mal.

El Camino es algo sobrenatural en sí mismo. Ya dije antes que aunque pudiera parecer que es el medio para alcanzar el fin, que sería la tumba del apóstol, en realidad, es, si me permitís el símil, como el sexo, que puede acabar en un orgasmo pero, en realidad, si es bueno, es un fin en sí mismo y la presunta más que pretendida meta es lo de menos.

Esta centralidad de la marcha, unida a esa ideología medieval de la que hablaba antes, oscura, silenciosa y muy impregnada del temor a dios propicia que el camino esté lleno de lugares asociados a alguna leyenda. No las conozco todas, seguro que ni siquiera la mayoría, pero solo con las que nos han narrado tendríamos para escribir un grueso volumen que no sé si alguien ha abordado ya.

En aquella ocasión, este curioso pueblo de casas blasonadas y portadas románicas fue motivo para que una pareja de experimentados peregrinos alaveses –habían hecho ya varias veces esta ruta y ganado el cielo en distintas ocasiones– nos narraran el origen de una fuente que se cruzó en nuestro camino y en la que nos detuvimos a llenar las cantimploras.

Parece que en algún momento indeterminado, marchaba camino de Compostela un ya anciano peregrino, escaso de salud pero más escaso aún de viandas y cuya cantimplora –una calabaza hueca que asimismo se ha terminado convirtiendo en símbolo del peregrinaje– hacía tiempo que era proclive al eco cuando se abría. Vamos, que el pobre hombre estaba hecho polvo, sin agua, sin comida y más muerto que vivo.
El peregrino, viendo acercarse sus postreras horas, se dejó caer en aquel punto más a encomendar a dios su alma con sus últimos alientos que a descansar.

El diablo, siempre cercano, como las aves carroñeras, a los seres más débiles, transmutado en una bella muchacha, abordó aquellos despojos humanos y prometió dar alivio y agua a sus muchas aflicciones a cambio, eso sí, de que el anciano renegara de dios, de la virgen y del mismísimo apóstol.

Cuentan también que el pío caminante tuvo unos momentos de indecisión pero, finalmente, se vino arriba y decidió que si dios lo llamaba a su presencia en ese momento, no era él quién de andar haciendo trampas y pactando con extrañas muchachuelas dispuestas a mancillar su virtud y apropiarse de su alma a cambio de prestarle un breve plazo su exangüe cuerpo mortal. En resumen, que el peregrino comenzó a orar y la muchacha, visiblemente enfadada, se fue por donde había venido.

En aquel lugar, instantes después, un ángel golpeó el suelo y, ante la atónita mirada del moribundo que, quizá, pensó que el altísimo yo lo había llevado con él, hizo brotar una fuente que sirvió para saciar la infinita sed de nuestro protagonista: la fuente de la Reniega.

***

Monte del Perdón (el de la foto, con su Monumento al Peregrino) y nos perdemos

La jornada es larga, nos hemos entretenido mucho y sospecho que podemos acabar como en Roncesvalles.

Pasado el manantial de la leyenda, empezamos a subir al monte del Perdón, empinadísima y larga pendiente que termina con nuestro aliento y las reservas de agua que habíamos acumulado en la fuente de la Reniega.

–Desde luego, a veces el sentido del humor (negro) del que hacen gala los seres del más allá es digno de una historia de Gila –solté al final de la cuesta.

Hasta la cumbre del Perdón, nuestros escasos alientos impedían la charla. Como mucho, un apocado saludo a otros caminantes que iban peor que nosotros: «en el monte, trata con cariño a quienes adelantes en la subida, porque los volverás a ver en la bajada». Sabias e inteligentes palabras estas que valen para el Camino, para la vida en general y con frecuencia hay que aplicar a la política.

–No te digo yo que no pero, ¿a qué viene eso ahora? –preguntó mi padre.

–Hombre, ya me contarás. Hay que ser puñetero para… Bueno, acuérdate del tipo de la leyenda de la fuente que nos contaron abajo. El tío medio muerto, prefiere morir a renegar de lo sagrado, como premio le ponen una fuente para que beba y luego, al pobre, le hacen subir un pedazo de cuesta como esta. No me digas que el ángel no se podía haber estirado un poco y subir al hombre, al menos, hasta aquí.

–Ya, visto así… –respondió, lacónico, mi padre con cara de pensar en silencio «este hijo mío es medio memo».

Seguimos caminando con la esperanza de que ya no encontraremos grandes pendientes casi hasta pasar León. Y nos quedan muchísimos kilómetros para que eso ocurra. No tenemos un lugar preestablecido en el que finalizar nuestra marcha pero, como ya he indicado, tardaremos años en completar el Camino.

Más adelante, aparte de un curiosísimo monumento al peregrino, llama la atención el auge que tienen las «plantaciones» de aerogeneradores en toda Navarra.

Charlando de ello con otros compañeros nos cuentan que Gamesa Eólica tiene una importantísima implantación en la región y que, ojo al dato, cuentan con más de un quince por ciento de cuota de mercado ¡mundial! en el sector. Y luego en Tarragona presumimos de nuestro polo químico.

No sé si me parece más sorprendente el dato o el hecho de que sea desconocido por la mayoría de las personas, incluido Carlos, mi padre que, como ya expliqué hace unas páginas, trabajó en el sector energético muchísimos años.

Puente la Reina parece que va estando cada vez más cerca y, aunque arribemos algo tarde, si nada se interpone en nuestra marcha, parece el lugar idóneo para cenar y pernoctar.

Pero    no fue así. Entramos en el término municipal de Muruzábal y…

–Papá, ¿ves ese cartel?

–Sí, ¿qué tiene de particular? Por ahí se sale del camino.

–Ya, ya sé que se sale, pero nos vamos a salir. Tampoco tenemos prisa y si no llegamos al albergue de Puente la Reina, otro sitio encontraremos para dormir, ¿no?

–Por supuesto, pero no sé qué es lo que te llama la atención, no sé dónde quieres ir, no sé qué tiene de extraño ese cartel y, lo que más me preocupa, ¡te dije esta mañana que te pusieras un gorro, que el sol te iba a hacer daño en la cabeza!

Aunque no había dado aún más explicaciones, mi padre había detectado en mis palabras una curiosidad y un entusiasmo que no alcanzaba a comprender.

Pero yo lo tenía claro, teníamos que desviarnos.

[to be continued...]