viernes, 26 de septiembre de 2014

¿Donibane Garazi?



La Política, como muchas otras actividades que comprometen las decisiones individuales hacia lo colectivo, es una buena escuela. Y «Política» no es solo (NI MUCHO MENOS) lo que hace un Ministro, un Delegado del Gobierno o, como es mi caso, un concejal de calle, primero en la oposición y luego en el gobierno municipal. También hace Política, y es importante subrayarlo, una asociación de vecinos, un sindicato de estudiantes, un grupo de empresarios o las madres y padres que desde una AMPA trabajan para defender la enseñanza pública (o la privada o la concertada…).

Somos muchas personas las que en Tarragona, en Catalunya* o España nos dedicamos a la Política, a las Políticas, y cada día aprendemos, nos enorgullecemos cuando alcanzamos pequeños logros, mínimas mejoras que siempre son peldaños en la infinita escala hacia una sociedad mejor, hacia un bienestar colectivo más generalizado, hacia la justicia y hacia la justicia social ­–más adelante me referiré a estos términos.

E  infinidad de veces también metemos la pata hasta arriba. Y lo lamentamos.

Aunque, como indicaba, políticos somos muchos o, mejor dicho, deberíamos ser todos, aquellos con más proyección pública somos escrutados –más por la prensa y por otros políticos que por la ciudadanía, hay que decirlo– y nuestros errores, por «humanos» que nos puedan parecer, a veces nos abocan al desastre**.

Nunca he llevado bien la corrección política y, con inusitada frecuencia, he sido reconvenido por mis veleidades de ciudadano medio que siente  como el resto, se alegra como todos y dice bobadas como algunos. La vida hay que vivirla con alegría. Siempre lo he dicho. Pero admito que la responsabilidad pública conlleva un cierto nivel de exposición que nos obliga moralmente a ser prudentes, comedidos, cautos y, admitámoslo, un poco cínicos en ocasiones. Que es lo que más odio.

Los cargos públicos no somos personas distintas a las que andan por la calle pero, mal que nos pese, estamos obligados a portarnos mejor, al menos en aquellas facetas por las que se nos va a juzgar. Y esto es cierto, aunque a veces me haya resistido a aceptarlo. Porque por una parte se dice que se quiere un político-ciudadano “normal”, y por otra, se exige ser modelo de conducta, a veces, también, excesivamente, en cuanto a lo personal (piénsese en EUA, por ejemplo).

Una escuela de vida, decía, ¿no? El trato constante con la ciudadanía, las empresas, las instituciones de mayor envergadura, el ejercicio del gobierno y, ¡sobre todo!, el de oposición, enseñan a mirar la realidad con otros ojos, reparar en detalles que aunque nos podían resultar imperceptibles, se revelan relevantes y hasta decisivos.

Miramos y remiramos. Oteamos y escudriñamos, y el lenguaje, como por ensalmo, nos arrastra a una realidad que no es la del ciudadano medio, por mucho que yo me empeñe en reivindicar mi condición de ciudadano medio, de persona común, de picapleitos que, transitoriamente, ha sido elegido para gobernar una parcela de esta mi ciudad, que es Tarragona.

Y el lenguaje, decía, no solo nos hace hablar distinto, es que miramos diferente.

Ya no hay calles, hay viales. Y desaparecen las carreteras para dejar paso a las calzadas. Los tejados ya son cubiertas, las casas «metidas para dentro» son retranqueos; las farolas se han tornado en luminarias y, lo más misterioso de todo, los quitamiedos de las carreteras, esos cuya desaparición suelen reclamar asociaciones de motoristas, se han convertido, como por arte de birlibirloque, en biondas.

Aclaro esto porque, de lo contrario, cualquiera que lea estas líneas pensaría, con motivo, que padezco de alguna patología que me arrastra a reparar en chorradas para luego tener de qué conversar en el mercadillo.

Esa extraña mirada de concejal me hizo percibir que mi periplo –mi periplo es la excusa para abusar de tu santa paciencia, amable lector o lectora– no arrancaba en una pequeña localidad francesa llamada Saint Jean de Pied de Port. Bueno, sí, era allí pero…

–«Donibane Garazi», ¿pero dónde es eso?

Carlos, mi padre, es hombre culto, con más de 50 años como trabajador a sus espaldas, facultativo de minas y abogado… y de unos comienzos ciertamente humildes, desde los que, trabajando, nos pudo dar a nosotros, sus hijos, su família, una mejor vida. Es esto que los anglosajones denominan self made man. Cartagenero de pro (¡no murciano, cartagenero!), tras estudiar en la Escuela Universitaria Politécnica de la otrora Cartago Nova, trascurrió parte de su carrera laboral en la Repsol de esa localidad y, al cabo de los años, se le propuso trasladarse a la refinería de Tarragona. ¡Y entonces nací yo! (que diría el gran Gila).

Que decía yo que mi padre, además de cartagenero y técnico en el ramo del oro negro y sus derivados (y también Abogado por la Facultad de Barcelona, estudiado ya de mayor, que no se olvide, que es lo que a mí me marca después, para escoger esa bonita profesión), es un tío normal. Buen tipo. Normal. ¡Y siempre atento! A todo.

–Pero vamos a ver, hijo, ¿qué es eso de Donibane Garazi o dónde está el Donibane Lohizune ese que hemos visto anunciado en la carretera?

–A mí qué me cuentas, papá… Yo vengo aquí de hijo, y además no soy adivino. Pero no te preocupes que enseguida nos enteramos.

 ¡Cáspita! (bueno, no dije eso ni de coña, pero me ha pedido uno de los opinadores de estas líneas que no introduzca expresiones malsonantes, que se me queja la ‘parroquia’). Mira, papá. Fíjate. El doniese de no sé qué y encima un escudo.

–Sí, lo veo pero no sé qué te llama la atención.

–¡Papá! ¿Quién me contaba de pequeño lo de la batalla de las Navas de Toledo, el bestia aquel que rompía las cadenas a espadazos…?

–1212. Sancho el Fuerte. Jaén. ¡Navas de TOLOSA!

–Eso, y que de ahí salían las cadenas del escudo de Navarra.

–Sí, el abuelo y yo, ¿y?

–Fíjate…

Por razones perfectamente explicables pero que en aquel momento se me antojaban misteriosas, estaba presenciando una rareza, Donibane Garazi, y sobre esas misteriosas palabras lucía algo más oscuro aún: una especie de escudo de armas, como si fuera el de la ciudad, pero en uno de cuyas partes aparecían las mismas cadenas que en el del Reino de España, justo pegado a la cuatribarra catalano-aragonesa. Pero estábamos en Saint Jean de Pied de Port, San Juan de Pie del Puerto, en Francia, un pueblecito, muy mono, eso sí, de Francia.

En el escudo que, tras las pertinentes pesquisas, confirmamos que era el de la localidad, aparece un castillo, una imagen que responde a la iconografía clásica de san Juan Bautista (esto lo sé por una tía mía que, para referirse a algo que jamás tendría lugar, decía que iría a ocurrir ‘cuando san Juan baje el dedo’), las famosas cadenas de Navarra, con su diamante en el centro y todo, y un cordero, imagino que de la variedad local.

–Y esto no es lo peor, ¿te has fijado la cantidad de coches que llevan una A en la trasera? Esto va a ser algo, ¡seguro!

Como decía antes, la cosa de la política municipal hace que nos fijemos más, que sintamos muchas curiosidades y que tomemos conciencia de que en una calle casi nada responde al azar. Casi todo fue puesto ahí, por algo, por alguien, en algún momento.

Y sí, estábamos en Navarra y en Francia, y en Aquitania, y en Euskal Herria, y en San Juan de Pie de Puerto, que resulta que en francés es Saint Jean Pied de Port y en lengua vernácula Donibane Garazi.
¿Pero no decía el inefable Rajoy que ‘eso de Euskal Herria es una tontería que se han inventado cuatro’?





* Respeto muchos los idiomas. Además poseo la inmensa fortuna y riqueza, como tantos catalanes y catalanas, de tener dos lenguas principales ­­–aparte del inglés que aprendí de joven y medio he olvidado de mayor– y amo profundamente a las dos. Para los topónimos de Catalunya y España, usaré exactamente esos, por costumbre. Aunque escriba en castellano. El resto, dependerán del idioma en el que esté expresándome. Espero que no se moleste nadie.

** En los momentos de repasar estos escritos, finales de julio de 2014, a la vez que hago las enésimas correcciones al texto, acaba de saltar a la prensa una inverosímil historia-declaración-confesión sobre un fraude fiscal con la herencia familiar del molt honorable por antonomasia: Jordi Pujol. El caso es que no me creo nada, pero esa es otra historia. A lo que deseaba referirme en este momento es a que este «error humano», como indicaba más arriba, ha abocado a esa familia de sangre y política al desastre. ¿Ya era hora? Juzgue cada quién. A mí, ya lo he dicho en Tuiter, me ha sabido mal. No me alegro en absoluto.

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