Salvo excepciones, la vida de un jubilado no está, o al
menos no debe estar, sujeta a situaciones de un especial estrés. La de un
concejal del equipo de gobierno, incluso en una localidad relativamente
tranquila como es Tarragona, es con frecuencia una sucesión frenética de
actividades con escasos tiempos muertos.
La idea de tomarnos unos días al año y desconectar en
compañía mutua fue de mi padre. O quizá mía. No lo tengo claro ya. Pero fue una
estupenda iniciativa.
Soy hombre poco dado a los lujos. Simplemente, no los
necesito. Si para Fray Luis de León, la vida retirada, era la soledad del
campo, para mí, la «escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en
el mundo han sido» tiene una expresión muy plástica y concreta: un barquito
(muy pequeñito) atracado en un puerto mediterráneo, a poder ser, claro,
Tarragona, o el de Cabo de Palos. En lo material, aparte de un techo, y algún
tipo de transporte particular para cubrir donde no llega el público, no le pido
más a la vida, que ese pequeño velerito que espero algún día poder tener.
El Camino de Santiago, a pesar de las multitudes que lo
recorren en determinadas épocas del año y, especialmente, cuando el 25 de julio
cae en domingo, creo que tiene mucho que ver con la vida retirada del asceta
agustino.
Si bien es cierto que en los albergues de peregrinos es
frecuente la charla que invariablemente comienza con una extraña competición
por ver quién luce las ampollas más abultadas, en El Camino reina el silencio,
la observancia y el tiempo para la reflexión.
Aquel tramo entre San Juan de Pie de Puerto y
Roncesvalles no da mucho lugar para el ejercicio introspectivo, es verdad.
Entre su escasa señalización, en comparación con el resto del Camino, y el
desnivel que ha de salvarse en algunos tramos, la meditación ha de sustituirse
por la atención y la charla se vuelve entrecortada por la necesidad de resuello
en la subida pirenaica.
Mis muchísimos años de practicante de taekwondo (empecé
con cuatro años aunque lo dejé prácticamente en la universidad) no me dotaron
de la forma física suficiente como para hablar y respirar de manera simultánea
en una pendiente tan pronunciada como aquellas. A esto, como imaginaréis, hay
que sumar el falso pundonor de que se precisa hacer gala cuando se mide uno con
su propio padre.
Súmese a estas circunstancias que nuestra condición de
peregrinos novatos nos ocultó la importancia del madrugar, empezando a hora a
todas luces inadecuada (la una de la tarde), nos engañaron las estimaciones
temporales de las guías que habíamos consultado, sobrevaloramos nuestras
capacidades con una mochila al hombro y… ¡el caso es que nos perdimos!
Los escasos ocho kilómetros que separan el collado de
Bentartea, aún en la francesa Aquitania, del propio Roncesvalles, se
transmutaron como por ensalmo en una suerte de pesadilla durante la que
terminamos solos, sin agua, más perdidos que un pulpo en un garaje, con
escasísima visibilidad en medio de un bosque que, seamos sinceros, tampoco es
nuestro ecosistema habitual y, para qué nos vamos a engañar, algo asustados.
No sé cómo fuimos capaces de alcanzar nuestro destino. Si
no hubiera sido por una linterna de esas que se colocan en la frente al estilo
de un cíclope, que llevábamos de purita casualidad, no lo habríamos conseguido.
Nuestro aspecto, al arribar al albergue de Roncesvalles, debía de ser similar
al de aquellos primeros marinos vascos que con Juan Sebastián Elcano a la
cabeza fueron capaces de concluir la pionera circunnavegación.
El de Roncesvalles es uno de los albergues de peregrinos
más grandes hasta llegar al mismísimo Santiago. Debe de contar con cerca de
doscientas plazas que los caminantes ocupan, por turno de llegada, en esas
habitaciones colectivas en que se duerme en literas, cada uno dentro de su
saco.
A las diez y media de la noche, como cabría esperar, no
había ni una sola plaza libre para descansar.
El hospitalero, lejos de mandarnos a paseo por inútiles o
descerebrados, como habría podido esperarse, acongojado por vernos llegar a
aquellas horas y de esa guisa, nos terminó alojando en su casa.
Aquel día pensé con frecuencia qué hacía yo allí, qué
hago yo aquí pero, aquella noche, durante el brevísimo tiempo que transcurrió
entre que adoptara la posición horizontal y quedar profundamente dormido,
reflexioné sobre la falta de generosidad que con inusitada frecuencia se da en
la sociedad pero concretamente en la política, cuando la política, por
definición, es un ejercicio de generosidad. O eso debería ser.
Fuera de los despachos, la entrega a los demás la
percibimos, sin necesidad alguna de propaganda, en personajes como aquel
hospitalero que tuvo tanta generosidad como nosotros poca cabeza.
Y dígase lo que se quiera, pero las convicciones religiosas poco o nada tienen que ver con esto. Al respecto, aconsejo leer el diálogo entre Umberto Eco y Carlo Maria Martini* ¿En qué creen los que no creen?
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*Carlo Maria Martini, ya fallecido, era un eminentísimo intelectual, jesuita, muchas veces papable, cardenal, titular y luego titular emérito de la Cátedra de San Ambrosio, o sea, arzobispo de Milán y una de las puntas de lanza que el pensamiento progresista tuvo siempre en el Colegio Cardenalicio.
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