domingo, 15 de marzo de 2015

Se cierra el círculo, no, el octógono




A mi padre, todas estas cosas de los templarios le resultan indiferentes y ni siquiera había reparado en que Eunate –las cien puertas, en euskera– era el lugar del que nos había hablado el hombre del bar en que habíamos desayunado en Pamplona.

Imagino que a todo el mundo hay cosas que les llaman la atención. Tengo conocidos que sin ser personas especialmente belicosas se estremecen ante las hazañas y estrategias de Rommel, Montgomery o Patton y que serían capaces de describir batallas de la II Guerra Mundial como si las hubiesen vivido.

A otros les apasiona el mundo de Star Trek (el propio Miquel Iceta, del que hablaba en el tuit largo anterior, sin ir más lejos) o la Guerra de las Galaxias. Incluso más, ¿quién no conoce a algún «chalado» que se sepa de memoria, o casi, el guion enterito de Amanece, que no es poco (José Luis Cuerda, 1988).

Lo mío con los templarios (Pauperes Commilitones Christi Templique Salomoninci) ni por asomo alcanza los extremos de fanatismo que podemos encontrar en los ejemplos anteriores. Me cuentan que en un pueblo de Albacete, cientos de personas, una vez al año, se reúnen para recrear y recitar la magnífica película de José Luis Cuerda.

Y nadie me va a ver por la calle vestido con manto blanco y cruz patada (aquella cuyos brazos se estrechan por su centro) como sí podemos encontrar a alguno con el atuendo (a veces la actitud) de Darth Vader. Me interesa el Temple pero no exageremos.

Unos brevísimos apuntes más allá de las leyendas y de las novelas de Walter Scott y de las ocurrencias de Dan Brown (entretenido si se quiere, ¡pero qué daño ha hecho este hombre!).

La Orden de los Pobres Caballeros del Templo de Salomón fue fundada en 1119 y disuelta de muy mala manera en 1314. Era una orden francesa de monjes-soldados, como pudieran ser en España las de Alcántara, Calatrava o Santiago, nacida al rebufo de las primera cruzadas y que tenía como objetivo inicial, justamente defender a los palmeros que, como dije hace unos capítulos, era los peregrinos cristianos que marchaban a Tierra Santa y, concretamente, a Jerusalén.

Su organización excepcional, su disciplina, su magnífico entrenamiento en el combate y, quizá, un carácter algo secreto que les daba la posibilidad de actuar al margen de las jerarquías eclesiásticas y civiles, hizo de ellos lo más brillante de los ejércitos cristianos de la época.

Por otro lado, sus muchas conquistas los hicieron poseedores de una inmensa fortuna, a día de hoy imposible de cuantificar que, a la postre, los arrastró a la ruina y desaparición.

Que los estados se endeuden con entidades privadas no es nuevo, pero en la época de Felipe IV, el Hermoso, rey de Francia y de Navarra, cuando la deuda alcanzaba proporciones astronómicas, en vez de hacer una reforma en la Constitución para asegurar a los acreedores que van a cobrar, se operaba de una manera más expeditiva: se mataba al acreedor. Y básicamente esta es la historia. 

El rey francés, ante la perspectiva de no poder hacer frente a sus deudas contraídas con el Temple, los acusa de pactar con el diablo, manda torturar a unos cuantos que habrían declarado hasta que con sus propias manos se forjaron los clavos que fijaban a Cristo en la cruz y presiona al papa Clemente V para que los declare herejes y disuelva la Orden.

Parece importante aclarar que en 2007 el Vaticano exculpó a los templarios de todas las acusaciones de que habían sido objeto. Un documento perdido durante siglos, el Pergamino de Chinon, permitió documentar aquel irregular proceso en el que tantos inocentes fueron asesinados con una brutalidad difícil de imaginar. Su último Gran Maestre, Jacques de Molay, fue torturado hasta casi la muerte y luego quemado vivo (¿os suena?).

En estos casi dos siglos, la Orden tuvo una presencia importantísima en toda Europa, además de en Oriente Próximo. Mandó levantar cientos de edificaciones y, con su desaparición misterios y leyendas comenzaron a cuajar en el imaginario colectivo de los europeos.

En la península Ibérica y, particularmente en el reino de Aragón, el Temple tuvo una influencia primordial. Ayudaron contra los musulmanes, sí, pero a cambio también recibieron ingentes cantidades de tierras y bienes materiales.

La orden del Temple, digamos, no era secreta pero sí discreta. Sus ritos, liturgias y prácticas internas nos son aún hoy en buena parte desconocidas y esto ha servido para alimentar aún más las paranoias de los amantes de las conspiraciones. (¿He dicho ya que hay que ver el daño que ha hecho Dan Brown?).

Y vayamos al tema que nos ocupa. Otro de los motivos que, concretamente a mí, me lanzaron a echarme por los caminos en compañía de mi abnegado y paciente progenitor es, precisamente, ver los vestigios templarios diseminados y casi nunca bien señalados a lo largo del Camino.

Atardecía y desde detrás de unos sembrados de cereal que ocultaban su vista, brotó ante nuestros ojos como una aparición, aislada en medio del campo, sin viviendas a la vista. Era la misma extraña iglesia que ocupaba el enorme panel frente a la barra del bar El Temple, en la calle Curia de Pamplona.

Esta extraña construcción merece, antes de acercarse a ella, ser contemplada desde la distancia. Su espadaña, sus arquerías, su forma alejada de la imagen de iglesia románica que tenemos en nuestra mente, llaman la atención aún sin aproximarse mucho.

A pesar de la hora tardía, el templo se encontraba abierto y pudimos escuchar algunas explicaciones dadas a un grupo de burgaleses por parte del clásico paisano del pueblo cercano que, poseedor de la llave, recita una y otra vez una larga retahíla de datos y elementos arquitectónicos a cambio de una propina.

La verdad es que estas buenas gentes, como guías artísticos no ganarían concurso alguno. Sus conocimientos se ciñen al edificio que muestran y como uno formule una pregunta que se salga del guion preestablecido es raro que conozcan la respuesta. Pero su servicio, a todas horas, por un módico precio, cualquier día del año, es extraordinario. Los aficionados a las pequeñas ermitas tenemos mucho que agradecer a estos cicerones de ocasión.

Lo que viene a continuación es la suma de mis rudimentarios conocimientos sobre el románico y el Temple, lo que pudimos escuchar al paisano, mis observaciones y, por qué no admitirlo, lo que he tenido ocasión de leer a posteriori para contrastar y completar mis notas.

Para empezar, Santa María de Eunate no tiene planta de cruz latina, como la inmensa mayoría de las iglesias y ermitas románicas. Parece que fue levantada a finales del siglo XII, en 1170, y aunque su estética posee todas las características de los templos de la época al norte del Duero, hay elementos que la hacen especial.

Lo más llamativo, aun sin saber nada de arte, es la arcada exterior, paralela a las paredes de la iglesia y con treinta y tres arcos de medio punto para sustentar la estructura de este atípico claustro. Posiblemente, lo de las «cien puertas», que se dice en euskera, no sea sino una exageración referida a esta suerte de treinta y tres entradas.

–Pero esto, papá… Déjame dar una vuelta.

Mi padre está más que acostumbrado a mis excentricidades pero sospechaba que aquí podía hasta estar exagerando.

–¿Se puede saber qué coño buscas?

–La forma, papá, la forma de la planta. ¡Es octogonal! ¡Lo sabía!

–¿Y eso?

–¡Eso es mi hermana y tampoco baila! –esta gracieta, sacada de un viejo chiste, repetida en cada ocasión propicia, sacaba a mi padre un poco de sus casillas.

–Bueno, que sí, que vale, que eres gilipollas pero, ¿qué tiene que ver eso con la planta octogonal?

–¡Es templaria! ¡Es una iglesia templaria! –exclamé.

–Ah, sí, de eso que tienes tú libros en casa. ¿Las iglesias templarias son de planta octogonal?

–Los templarios eran una gente muy apegada a los símbolos y la iconografía. Lo que en la actualidad se llama Cúpula de la Roca, en Jerusalén, es una mezquita del siglo VII que durante siglos no solo fue iglesia cristiana sino que, además, era el templo principal de la Orden. Se suele conocer como «templo de Salomón» aunque, si no recuerdo mal, el de Salomón lo echaron abajo los romanos en el año 70, cuando la gran diáspora. Todas las iglesias templarias son octogonales. Vamos dentro.

–Pues nada, vamos para allá, si bonita la iglesia es muy bonita. Y original. ¿Cómo era la palabra esa que usáis en casa para los apasionados de algo?

–¡«Friki», papá, «friki»! ¡Y no soy un friki de los templarios! Hay muchos y muy zumbados pero no es mi caso. Es un tema curioso, me interesa, leo, miro… pero no ando tragándome conspiraciones extrañas para descubrir misterios templarios.
Además, ¿sabes qué? Los tarraconenses tenemos una estrechísima relación con el Priorato pero no con el de Sion ni con el de Jerusalén sino con el de Falset, que es el bueno de verdad.


–Calla, calla, que los payeses estos están poniendo el vino a un precio que parece sangre de unicornio. Hala, vamos para dentro antes de que este señor tan amable nos mande a hacer puñetas.


Si el exterior es llamativo, el interior es sobrecogedor. Además, el atardecer daba un aire especialmente lúgubre a aquel pasillo central frente al altar que hace las veces de nave. Recordemos la especial disposición de los templos que hace que si bien por la mañana estén totalmente iluminados, al atardecer no les resten más que vestigios de luz indirecta.

Incluso con ese hándicap, pudimos admirar la cantidad de capiteles adornados con los más diversos motivos.

Los capiteles románicos, todos diferentes, en esta iglesia y en todas, fueron llamados «literatura en piedra» ya que, al parecer, estaban destinados a que mediante su visión, el fiel de la Edad Media, analfabeto por lo común, pudiera contemplar escenas de la historia sagrada, milagros, vida de los santos, escenas de virtud… Eran los libros de la época, destinados a quienes no sabían leer ni habían cogido un libro de verdad en su vida. Algo harto común en aquellos complicados tiempos.

Aunque no es el caso de Eunate, me he preguntado muchas veces y muchas veces he preguntado sin obtener respuesta definitiva, qué se pretendía enseñar con esos capiteles no demasiado infrecuentes que describen sin dejar lugar a la imaginación escenas de sexo en grupo, sesentaynueves entre hombres y mujeres o entre dos hombres, personas fornicando con animales etc.

–Perdone, ¿y esto?

El grupo de turistas burgaleses ya había salido y aquel paciente guía de la iglesia se había quedado unos minutos con nosotros aunque nos había pedido que fuéramos breves, que tenía que cerrar. Ante mi pregunta, puso esa cara de «chaval, que eres el vigésimo que me pregunta hoy».

–Nada importante, marcas de cantero, no sé si sabe de qué le hablo.

–Sí, sí, gracias, sé lo que son las marcas de cantero, pero estas son muy raras, ¿no?

–Pues no sé si son raras o no pero llevan ahí nueve siglos.

Como es sabido, en la Edad Media, los trabajadores de los templos no tenían la consideración de «artistas» de que empezaron a gozar con el comienzo de la Edad Moderna. Si no me equivoco, el primer alarife del que tenemos noticia en el mundo románico es el Maestro Mateo, casi contemporáneo al erigidor de esta maravilla de Eunate, pero Mateo fue responsable, nada más y nada menos, que de la catedral de Santiago. Sus colegas contemporáneos no alcanzaron la celebridad de siquiera pasar con sus nombres a la historia.

Esta obligación de pasar desapercibidos –con frecuencia solo se recuerda al noble u obispo que mandó levantar las iglesias– hacía que las propias piedras que conformaban los recios muros fuesen marcadas con unos trazos de cincel para la posteridad a modo de firma. También servían estas señales para algo tan obvio como saber dónde iba cada piedra.

Por otro lado, las marcas de cantero han sido pasto de elucubraciones a propósito de la otra gran orden secreta: la masonería. Recordemos que maçon (léase masón)  significa «albañil» en francés y que es cierto que las logias masónicas tuvieron su origen en los gremios constructores  de catedrales en la Baja Edad Media y en la Edad Moderna y que, aún hoy, sus símbolos son el compás y la escuadra, útiles de trabajo del gremio. Pero de ahí a buscar mensajes arcanos en las marcas de cantero hay un buen trecho. Y a pesar de ello, hay ciertamente profundidad en el significado de algunas de ellas.

Sea como fuere, yo había visto marcas de cantero en otras partes y estas me parecían muy raras.

Dibujé algunas torpemente en mi cuaderno y, ya en casa, me puse a cotejarlas con la información que fui capaz de encontrar y, efectivamente: eran señales que solo se encuentran en construcciones de la Orden del Temple.

Mucho he leído a posteriori sobre aquella fascinante iglesia. Parece que en su momento formó parte de un complejo mayor del que solo se conserva lo que podemos ver. Parece que fue hospital y albergue de peregrinos. En sus alrededores se han encontrado tumbas medievales que dejan fuera de toda duda su carácter, además, de lugar especialmente santo en que distintos personajes deseaban reposar para la eternidad, quizá para así sentirse más cerca de dios.

El origen templario de Eunate es controvertido por parte de los estudiosos. Sea como fuere, albergo la íntima convicción de que los caballeros de la Orden del Temple estuvieron allí. Y nosotros también. Quizá el azar nos hizo entrar en aquel estrecho y oscuro bar de Pamplona. Quizá algo nos predestinó a ello.



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