cuadro de Manel Pedrol
—As de picas.
—Dos de diamantes.
—Paso.
—Paso... No, perdón, cuatro de picas.
AYSE KULIN: El último tren a Estambul
Adelantaba en mis
primeras reflexiones ferroviarias que los trenes son de esos ingenios que nos
ofrecen múltiples utilidades, algunas de ellas impensables.
El ferrocarril,
incluso más que el barco a lo largo de la historia, es un medio de transporte
pensado para mercancías, semovientes y ciudadanos pero, como ya expliqué usando
al maestro Larra de portavoz, arrastran muchas cosas, tangibles y, lo que es
más importante, intangibles.
También se ha
hecho mucha vida en los trenes. Y se ha matado mucho. Y se ha jugado mucho al
póker.
Con tanto trajín
entre Tarragona (Altafulla o Vila-seca normalmente) y Estació de França y tanto
sobresalto en la prensa, me ha dado tiempo a imaginar la realidad como una
partida de cartas, en la que S.M. Felipe VI alterna el papel de croupier con el
bueno de Patxi López.
Mirándose de
reojo, Pablo, Pedro, Mariano y Albert. Entre el público que, como todo el mundo
sabe, «calla, mira y da tabaco», reconocemos a Miquel, a Susana, al otro
Alberto, a Soraya y a otros personajes mudos, expectantes, quizá ansiosos por
ver si por un guiño del azar se queda una silla libre en la que puedan
instalarse.
Mariano, que es
el más experimentado, abre la partida.
–Como sabéis, la
primera mano es mus corrido y sin señas. –espeta.
–Perdona,
Mariano, que estamos jugando al póker –le indica amablemente Felipe, no sin cierta
sorna.
–Ah, sí, perdón,
qué cabeza la mía. Acostumbrado a la baraja de Heraclio Fournier, me ponéis
aquí, con esta de tantos naipes y diamantes, picas y comodines y me despisto
–explica con la seriedad que solo puede destilar un registrador de la propiedad
de Santa Pola–. Entonces, ¿abro yo? No sé con esta mano que me ha tocado…
–¿Cuántas cartas
desean? –continúa el soberano croupier, ciudadano Borbón.
–¡Estoy servido!
–contesta Pablo con rotundidad–. Y apuesto…
Desde que Alfonso
Guerra llamó a Adolfo Suárez «tahúr del Mississipi», nunca se había visto en la
política española envite semejante. Es sabido que los representantes populares
son más de mus y, en determinadas zonas, de juegos más locales (me cuentan que
el cántabro Revilla juega a ‘la flor’, modalidad cuyas reglas desconozco).
Quizá, uno de los problemas que han aquejado históricamente a la política de
Madrid es que juegan al mus pero, además, se empeñan su suerte en tener cartas
de muy bajo valor y, ya se sabe: «jugador de chica, perdedor de mus».
El caso es que la
rotundidad con que aquel novato jugador, algo desaliñado para lo que suele ser
un habitual del póker, sin «chaleco y reloj» (vuelvo a citar a Alfonso Guerra),
arranca la partida, deja estupefactos al resto de los asistentes, tanto al
público que observa atónito cómo coloca la totalidad de sus sesenta y nueve
fichas en el centro de la mesa, como a los otros tres jugadores.
–Me juego las
sesenta y nueve fichas y, si hace falta, Alberto, ese chaval de barba que está
ahí de pie, me presta dos más. Y creo que algunos más de entre los presentes
respaldarán también el valor de mis cartas.
El otro Albert,
por si acaso se refiere a su persona, tan liberal él, echa mano de aquella
vieja expresión bancaria:
–¡No doy crédito!
–Pedro mira a
Pablo, sentado enfrente de él. Mira sus naipes que sabe que, con seguridad, son
mejores que los del jugador de coleta. Levanta los ojos de nuevo y musita, casi
susurra en un hilillo de voz…
–Lo veo y apuesto
noventa más.
Pedro, en aquel
tren, ha ocupado un vagón entero. Lo acompaña lo más selecto de su grupo de
amigos. Buena parte del séquito que arropa a Pedro en aquel viaje son
compañeros y amigos de su club de póker pero, no se fían de la pericia del
madrileño y lanzan un atronador rugido, apenas inteligible pero que, por su
nivel de decibelios, hace imperceptible la aceptación de la apuesta y la mejora
con aquellas noventa fichas.
Mariano, por su
parte, se remueve en la mesa y lanza, visiblemente molesto y a modo de
exabrupto.
–¡Yo así no
juego! ¡No me da la gana! Mira, Pedro, si tú quieres humillarte y aceptar la
apuesta allá tú, pero esta no es forma de jugar a nada. ¡Y menos con este
indocumentado!
En ese momento,
se escuchan unos perceptibles pero escondidos aplausos desde la segunda fila
del público. ¡Es Susana! A la vez, Pedro sigue mirando las cartas y a su
oponente de hito en hito y suda hasta empapar la roja corbata.
–Bien, Mariano,
nos has trasladado una decisión –explica cordialmente Don Felipe–, ¿deseas abandonar
la partida y que jueguen ellos tres? ¿Quizá levantarte y dejar tu silla a otro?
–¡Ah, no! ¡De
ninguna manera! ¡Yo me reservo! ¡no me levanto de esta silla, que es mía! Yo no
juego pero, por ahora, a ver cómo acaba esto y, ya si tal, me vuelvo a meter en
la siguiente mano.
Sonoros aplausos
pero, esta vez, de Soraya y el resto de amigos de Mariano que han cogido para
ellos dos vagones enteros y, aun desde la desconfianza más absoluta hacia su
jugador, han contratado una eficaz claca, con palmeros y palmeras con pompones,
dispuestos todos a escenificar una solidez en el equipo hasta que, como está
previsto, lancen al propio Mariano por una ventana cuando el tren atraviese el
puente más alto del recorrido.
La partida acaba
de comenzar. Pablo sonríe sin apartar las manos del centro de la mesa en que ha
colocado sus fichas. Pedro suda. Tiene asimismo sus manos sobre sus
correspondientes naipes como dispuesto a ponerlos también en el centro pero no
lo acaba de hacer. Alberto mira sus naipes una y otra vez como preguntándose
por qué no le han salido más que treses, seises y cuatros cuando le habían
garantizado unas buenas cartas. Mariano sigue enfadado. Ni juega ni se levanta.
La partida puede
ser larga pero si no termina antes de que el tren alcance su destino esta no se
suspenderá provisionalmente sino que se dará por finalizada y habrá que esperar
a un nuevo viaje en el que se vea, de nuevo, quién se lleva las mejores cartas.
Mientras tanto,
Susana, por detrás, no deja de cuchichear con algunos amigos a los que parece
intentar convencer de que ella maneja las picas, los diamantes, corazones y
demás con mayor pericia que el jugador que los representa y que a ella le
parece que se está achicando ante el tahúr de la coleta.
Otro Felipe que
asiste de público desde lejos, asiente a los cuchicheos, mientras se acerca a
los labios un buen whisky de malta sin hielo y se enciende un puro.
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