jueves, 28 de enero de 2016

Ya no se juega al póquer en los trenes


cuadro de Manel Pedrol


—As de picas.

—Dos de diamantes.

—Paso.

—Paso... No, perdón, cuatro de picas.
 

AYSE KULIN: El último tren a Estambul

 

 

Adelantaba en mis primeras reflexiones ferroviarias que los trenes son de esos ingenios que nos ofrecen múltiples utilidades, algunas de ellas impensables.

El ferrocarril, incluso más que el barco a lo largo de la historia, es un medio de transporte pensado para mercancías, semovientes y ciudadanos pero, como ya expliqué usando al maestro Larra de portavoz, arrastran muchas cosas, tangibles y, lo que es más importante, intangibles.

También se ha hecho mucha vida en los trenes. Y se ha matado mucho. Y se ha jugado mucho al póker.

Con tanto trajín entre Tarragona (Altafulla o Vila-seca normalmente) y Estació de França y tanto sobresalto en la prensa, me ha dado tiempo a imaginar la realidad como una partida de cartas, en la que S.M. Felipe VI alterna el papel de croupier con el bueno de Patxi López.

Mirándose de reojo, Pablo, Pedro, Mariano y Albert. Entre el público que, como todo el mundo sabe, «calla, mira y da tabaco», reconocemos a Miquel, a Susana, al otro Alberto, a Soraya y a otros personajes mudos, expectantes, quizá ansiosos por ver si por un guiño del azar se queda una silla libre en la que puedan instalarse.

Mariano, que es el más experimentado, abre la partida.

–Como sabéis, la primera mano es mus corrido y sin señas. –espeta.

–Perdona, Mariano, que estamos jugando al póker –le indica amablemente Felipe, no sin cierta sorna.

–Ah, sí, perdón, qué cabeza la mía. Acostumbrado a la baraja de Heraclio Fournier, me ponéis aquí, con esta de tantos naipes y diamantes, picas y comodines y me despisto –explica con la seriedad que solo puede destilar un registrador de la propiedad de Santa Pola–. Entonces, ¿abro yo? No sé con esta mano que me ha tocado…

–¿Cuántas cartas desean? –continúa el soberano croupier, ciudadano Borbón.

–¡Estoy servido! –contesta Pablo con rotundidad–. Y apuesto…

Desde que Alfonso Guerra llamó a Adolfo Suárez «tahúr del Mississipi», nunca se había visto en la política española envite semejante. Es sabido que los representantes populares son más de mus y, en determinadas zonas, de juegos más locales (me cuentan que el cántabro Revilla juega a ‘la flor’, modalidad cuyas reglas desconozco). Quizá, uno de los problemas que han aquejado históricamente a la política de Madrid es que juegan al mus pero, además, se empeñan su suerte en tener cartas de muy bajo valor y, ya se sabe: «jugador de chica, perdedor de mus».

El caso es que la rotundidad con que aquel novato jugador, algo desaliñado para lo que suele ser un habitual del póker, sin «chaleco y reloj» (vuelvo a citar a Alfonso Guerra), arranca la partida, deja estupefactos al resto de los asistentes, tanto al público que observa atónito cómo coloca la totalidad de sus sesenta y nueve fichas en el centro de la mesa, como a los otros tres jugadores.

–Me juego las sesenta y nueve fichas y, si hace falta, Alberto, ese chaval de barba que está ahí de pie, me presta dos más. Y creo que algunos más de entre los presentes respaldarán también el valor de mis cartas.

El otro Albert, por si acaso se refiere a su persona, tan liberal él, echa mano de aquella vieja expresión bancaria:

–¡No doy crédito!

–Pedro mira a Pablo, sentado enfrente de él. Mira sus naipes que sabe que, con seguridad, son mejores que los del jugador de coleta. Levanta los ojos de nuevo y musita, casi susurra en un hilillo de voz…

–Lo veo y apuesto noventa más.

Pedro, en aquel tren, ha ocupado un vagón entero. Lo acompaña lo más selecto de su grupo de amigos. Buena parte del séquito que arropa a Pedro en aquel viaje son compañeros y amigos de su club de póker pero, no se fían de la pericia del madrileño y lanzan un atronador rugido, apenas inteligible pero que, por su nivel de decibelios, hace imperceptible la aceptación de la apuesta y la mejora con aquellas noventa fichas.

Mariano, por su parte, se remueve en la mesa y lanza, visiblemente molesto y a modo de exabrupto.

–¡Yo así no juego! ¡No me da la gana! Mira, Pedro, si tú quieres humillarte y aceptar la apuesta allá tú, pero esta no es forma de jugar a nada. ¡Y menos con este indocumentado!

En ese momento, se escuchan unos perceptibles pero escondidos aplausos desde la segunda fila del público. ¡Es Susana! A la vez, Pedro sigue mirando las cartas y a su oponente de hito en hito y suda hasta empapar la roja corbata.

–Bien, Mariano, nos has trasladado una decisión –explica cordialmente Don Felipe–, ¿deseas abandonar la partida y que jueguen ellos tres? ¿Quizá levantarte y dejar tu silla a otro?

–¡Ah, no! ¡De ninguna manera! ¡Yo me reservo! ¡no me levanto de esta silla, que es mía! Yo no juego pero, por ahora, a ver cómo acaba esto y, ya si tal, me vuelvo a meter en la siguiente mano.

Sonoros aplausos pero, esta vez, de Soraya y el resto de amigos de Mariano que han cogido para ellos dos vagones enteros y, aun desde la desconfianza más absoluta hacia su jugador, han contratado una eficaz claca, con palmeros y palmeras con pompones, dispuestos todos a escenificar una solidez en el equipo hasta que, como está previsto, lancen al propio Mariano por una ventana cuando el tren atraviese el puente más alto del recorrido.

La partida acaba de comenzar. Pablo sonríe sin apartar las manos del centro de la mesa en que ha colocado sus fichas. Pedro suda. Tiene asimismo sus manos sobre sus correspondientes naipes como dispuesto a ponerlos también en el centro pero no lo acaba de hacer. Alberto mira sus naipes una y otra vez como preguntándose por qué no le han salido más que treses, seises y cuatros cuando le habían garantizado unas buenas cartas. Mariano sigue enfadado. Ni juega ni se levanta.

La partida puede ser larga pero si no termina antes de que el tren alcance su destino esta no se suspenderá provisionalmente sino que se dará por finalizada y habrá que esperar a un nuevo viaje en el que se vea, de nuevo, quién se lleva las mejores cartas.

Mientras tanto, Susana, por detrás, no deja de cuchichear con algunos amigos a los que parece intentar convencer de que ella maneja las picas, los diamantes, corazones y demás con mayor pericia que el jugador que los representa y que a ella le parece que se está achicando ante el tahúr de la coleta.

Otro Felipe que asiste de público desde lejos, asiente a los cuchicheos, mientras se acerca a los labios un buen whisky de malta sin hielo y se enciende un puro.

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