martes, 9 de febrero de 2016

Hay que esforzarse por no descarrilar


Hay que esforzarse por no descarrilar
La locomotora vencía al aire, a la gravedad, 
era el progreso sobre rieles, la esperanza, 
la modernidad, el futuro…

ELENA PONIATOWSKA: El tren pasa primero

Comentábamos en la anterior entrada que los trenes son ingenios sumamente útiles y que pueden ser escenario de los fenómenos más diversos. Hablábamos del póker y mientras escribo estas líneas se me viene a la cabeza una secuencia de Con la muerte en los talones a la que la inefable censura franquista decidió quitar el sonido para que no quedase tan claro que, en aquel coche-cama, Cary Grant y la guapísima Eva Marie Saint perpetraban un adulterio en toda regla. En fin…

Tengo la sensación de que en el PSOE y, quizá en mayor medida, en el PSC, la militancia y sus cuadros se sienten en un tren de alta velocidad que se acerca vertiginoso a un lugar de cambio de agujas pero con la conciencia de que hay que tomar el camino adecuado porque una indecisión en el peor momento nos llevaría a descarrilar. Ahora bien, asumida esa realidad, las opciones y hasta las estrategias para decidir qué vía debe seguirse los próximos cientos de kilómetros son cuando menos, controvertidas.

Como no todo van a ser metáforas y chascarrillos ferroviarios, voy a ir desgranando lo que, en mi opinión, puede estar detrás de los distintos puntos de vista y voy a empezar a analizar cuestiones que están sobre la mesa pero de las que no se habla cuando se mentan las famosas «líneas rojas».

Y es que hoy quiero hablar de algo tan supuestamente anodino como la ley electoral...

Quienes nos dedicamos a esto, y no tanto nuestros votantes, sabemos que las leyes electorales están muy lejos de ser cuestiones técnicas; su redacción está cargada de una honda intencionalidad política que tiene que ver de manera primordial con el modelo de Estado (o de Comunidad Autónoma), con el peso mayor o menor de los partidos políticos en el desarrollo democrático, asimismo, y en sentido contrario, con el peso mayor o menor de la ciudadanía en las decisiones que se toman.

El ciudadano medio sabe que existen importantes disfunciones entre el número de votos y la representación que estos votos tienen en el Parlamento. El caso que más llama la atención, desde siempre, es el de IU: en las últimas elecciones generales casi un millón de votos y dos diputados. Pero no es el único caso singular. Los que vivimos en Catalunya recordamos aquellos comicios al Parlament en los que el PSC ganó en número de votos pero CiU en escaños. ¿Cómo puede ser esto? Asimismo, en el parlamento vasco es frecuente la circunstancia de que los partidos abertzales de distinto signo alcancen un número total de votos claramente mayoritario pero, sin embargo, se han dado ocasiones en los que ni siquiera alcanzaban la mayoría necesaria para gobernar (así llegó a lehendakari el compañero Patxi López).

Quizá en futuras entradas me detenga a explicar, técnicamente, las peculiaridades de las distintas leyes electorales españolas y a qué lógica responde cada una de ellas. No lo haré en este momento pero sí daré un par de apuntes sobre los ejemplos propuestos: un diputado al Parlament por Barcelona «cuesta» del orden de 65.500 votos mientras que uno por Lleida precisa menos de 30.000 sufragios. Asimismo, un diputado por Álava –provincia o, como dicen ellos, «territorio histórico», tradicionalmente centralista– necesita unas 13.000 papeletas para alcanzar un asiento mientras que en Vizcaya (feudo tradicional del PNV) 46.000 votos no garantizan la elección.

Una de las condiciones que pone Podemos (lo sé, ¡acabo de mentar a la bicha!) para formar un gobierno de coalición es la reforma de la ley electoral, una ley electoral que en el Congreso provoca las conocidas disfunciones y que en el Senado, por sus peculiaridades, hace que el PP (en este caso), con menos de un 30% de votos, posea cerca del 60% de los escaños. Una ley electoral que forma parte de un diseño político, el de la Transición, que nos ha sido de extraordinaria utilidad y ha dado a España uno de los períodos de estabilidad económica y política más largos de la historia.

En el entorno del 78 nos dotamos de unas reglas de juego que no puedo menos que calificar de inteligentes. Al final, las cosas no son buenas ni malas per se. Funcionan o no funcionan. Cumplen o no cumplen la finalidad para la que fueron diseñadas. Y dentro de estas reglas de juego se encontraba una ley electoral pergeñada para dotar al parlamento de mayorías estables, en la que las provincias (circunscripciones) pequeñas no se sintieran ninguneadas por su escasa población y en la que los aparatos de los partidos políticos, que en aquella época parecían ser lo más concienciado de la sociedad, tuvieran un papel primordial en el desarrollo de los acontecimientos.

Casi con seguridad, aquella ley electoral fue la mejor que se pudo redactar para una sociedad ilusionada pero que venía de la larguísima noche del franquismo y para la que, salvo señaladas excepciones, la participación política resultaba exótica.

Y seguimos en el tren. El panorama político al que nos enfrentamos los socialistas no es nada fácil. Que nos lo digan a Tarragona. El convoy avanza, el control del guardagujas se vislumbra cada vez de manera más nítida. Entre nosotros hay quien parece refractario a los cambios importantes así como quien opina que en un momento histórico hay que tomar decisiones osadas y que el país (no El País, que eso da para otro capítulo) está en condiciones de experimentar una reforma política de inmenso calado y que somos los socialistas quienes debemos protagonizar el cambio, aunque ello nos suponga compartir la cabina con personajes que no nos gustan y cuyas intenciones últimas adivinamos aviesas.

La ley electoral, que hasta ahora nos ha beneficiado, se nos puede volver en contra de un momento a otro. Es nuestra responsabilidad pues, decidir la vía adecuada o, quizá, descarrilar.


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