lunes, 10 de noviembre de 2014

Nosotros sí que podemos (2a parte)



"Nosotros sí que podemos (introducción)

(continuación)

Decirle a la población que se pueden hacer trampas nos aboca a un abismo de incivilidad cuyas consecuencias son inciertas. Para mí sí ha de existir el derecho o la posibilidad de votar sobre la relación que tienen “España” y Catalunya, pero para eso hay que centrarse en primer lugar en modificar y adaptar las reglas del juego a la realidad, o en todo caso, aceptar una consulta a priori en nada vinculante. Pero unos no quieren mover un ápice su postura, y los otros tienen demasiada prisa, y han decidido ya no que no quieren sentarse a dialogar. Es exasperante para mí. Lo son las dos posturas enfrentadas. Porque como he dicho en alguna ocasión también en Tuiter, me indigna y hace que me hierva la sangre igualmente, el anticatalanismo jaleado por la derecha española, como la falta de respeto hacia España por una parte de la parroquia independentista.

Una vez se decide que la partida se desarrolla con las reglas que uno, unilateralmente, decide establecer –en mi casa se juega así al parchís–, ¿dónde se fijan los límites de lo admisible?

A veces conviene hacer un poco de pedagogía democrática y explicar cómo funciona nuestro sistema, cuáles son estas reglas de juego. Conviene también explicar qué significan las palabras que usamos con frecuencia con tan poco rigor como mala leche. Unas reflexiones más arriba hacía referencia a la importancia del lenguaje como elemento manipulador de pensamientos e ideologías. Enfrentémonos al engaño haciendo algo tan revolucionario como llamar a las cosas por su nombre y explicar de qué hablamos cuando mencionamos este o aquel concepto.

Los padres de la Constitución del 78 fueron lo suficientemente ladinos como para, cuando fue preciso, inventar términos que pudieran sortear mal que bien las dificultades a que se enfrentaba la construcción del nuevo estado.

Simplificando mucho, una nación es un conjunto más o menos extenso de personas –PERSONAS– que se sienten copartícipes de un proyecto común. Ojo, he dicho se sienten, porque cuando hablamos de naciones hablamos de sentimientos. Los sentimientos, además, se construyen a partir de una lengua, de una historia común, de unas costumbres, una idiosincrasia, un folklore, una Cultura, en definitiva…

Aclarado esto, se ha explicado muchas veces que existen todas las modalidades imaginables: estados plurinacionales –como el Reino Unido–, naciones divididas en estados distintos –como le ocurría a Alemania hasta la unificación–, naciones repartidas en diferentes estados en los que coexisten con otras naciones –pienso en los kurdos por no poner ejemplos más cercanos–, naciones sin estado –como le ocurría a la nación judía hasta 1948– y, lo más común, naciones-estado.

De hecho, parece natural que si un conjunto de personas alberga unos fuertes sentimientos de pertenencia a una comunidad, estas personas deseen dotarse del más alto nivel de autoorganización que sea posible.

Ahora bien, ¿quién decide lo que se siente? ¿Quién decide lo que se debe sentir? ¿Y lo que sienten otros? Y puestos a hacer preguntas complicadas, ¿qué ocurre si Antonia se siente parte de la misma nación que Pep pero este no se siente connacional de Antonia? Y si Antonia y Pep residen a mil kilómetros, incluso podríamos responder «lo lamento por Antonia pero yo también quiero ser pareja de Juliette Binoche (¡qué guapa estaba en La insoportable levedad del ser!) y ella no quiere nada conmigo», ¡ahora bien!, ¿y si Antonia y Pep comparten escalera?

Quien pretenda hacer simplificaciones con estos conceptos o es un perfecto estúpido (que los hay) o, sencillamente, es deshonesto consigo mismo y con los demás.

Decía antes que los padres de la Constitución, entre ellos algunos catalanes, sabían esto y jugaron con las palabras y los conceptos hasta alcanzar un extraño concepto que se construyó más a partir de pactos de no agresión que de convicciones sinceras. De ahí que la palabra nación se usa para España y, sin mencionarlo, cuelan de rondón una voz hasta entonces inexistente. Me cuentan que el creador del palabro nacionalidad fue el siempre sagaz Herrero de Miñón. No lo sé con certeza. No estuve en aquellas jornadas de encierro en el madrileño monasterio del Paular pero digamos que la idea me resulta coherente con el personaje.

Por otra parte, más allá de algunas referencias tangenciales en las disposiciones adicionales o transitorias de la Carta Magna, nada se dice en el texto de cuáles son esas nacionalidades, aunque todo el mundo tenía claro que serían vascos, catalanes o gallegos que, por otro lado, habían tenido algún estatuto de autonomía o régimen administrativo especial antes de 1936.

Y nos valió en aquél momento. O nos tuvo que valer. Ni a la nación catalana le hacía ni pizca de gracia aquello de la «nación española», indisoluble además, ni seguramente a Fraga y su cohorte de falangistas a medio reciclar les gustó ni un pelo lo de las nacionalidades, pero era aquello o no sacar un texto común de ninguna de las maneras. Fueron las reglas de juego. Y las aceptamos.

Más adelante, estas se completaron con unos mecanismos de acceso al autogobierno por la vía de apremio (art. 151 de la CE) a las que, para sorpresa de muchos, no solo se acogieron catalanes, vascos y gallegos sino también Andalucía.

Por último, se fijaron en los artículos 148 y 149 una serie de competencias exclusivas del Estado y otras susceptibles de ser traspasadas a las comunidades autónomas.

Las leyes que organizan el autogobierno –los estatutos de autonomía–, eso sí, debían ser aprobadas por las cortes españolas como leyes orgánicas.

Pues bien, con estas reglas de juego, una comunidad autónoma no puede convocar un referéndum sin la aquiescencia del Estado, ni de autodeterminación ni de nada. Decir lo contrario a la ciudadanía es, como indiqué antes, deshonesto. Sencillamente, es mentira.

Y lo digo alto y claro: soy partidario de que se celebre un referéndum; soy partidario del derecho de autodeterminación de los pueblos; Catalunya es una nación, le pese a quien le pese. Me siento ciudadano catalán y me siento ciudadano español. Me gustaría poder votar, me gustaría poder decidir que quiero que Cataluña forme parte de España –seguramente en otras condiciones administrativas y fiscales completamente distintas a las actuales, pero ese es otro asunto–, pero de ninguna manera estoy dispuesto a apoyar que el Estado de Derecho salte por los aires, como parecen pretender convergentes, republicanos y otros movimientos independentistas de más difícil descripción.

Con la misma claridad añado que no entiendo la torpeza de miras de un gobierno central empeñado en ningunear a las naciones –sí, he dicho naciones– periféricas, hacer que sentimientos cada vez más mayoritarios no puedan reflejarse en un cambio constitucional. No entiendo que se empecinen desde Madrid en alimentar extremismos que atentan contra los más elementales principios del sentido común. Pero por mucho que yo lo critique y todo lo que pueda estar dispuesto a intentar convencerlos de lo contrario, están en su derecho de ser así de torpes. Les votaron y ganaron unas elecciones. Y seguramente en este tema al menos, actúan normalmente pensando en su núcleo más radical. El más extremo. Al menos así me lo parece a mí.

¿Hay algo de neutralidad en mis palabras? Pienso honestamente que no. ¡Cuánto más fácil le resultaría al PSC situarse en las crestas de las olas del populismo! ¡Pero sí siempre hemos sido federalistas! Pero no somos tramposos.

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