Quien respondía era un camarero, quizá el
dueño, cercano a los sesenta años, fornido, de estatura media, que parecía
mirar indiferente a los turistas. Correcto en el trato pero parco en palabras.
Debo imaginar que puesto que una de las principales aficiones de los turistas y
peregrinos es pegar la chapa, los hosteleros, salvo que estén dotados de una
paciencia especial, deben de estar hartos de que les formulen siempre las
mismas preguntas, de que los acosen extranjeros que, con frecuencia, parecen
pensar que todo el mundo tiene la obligación de entender su idioma… No era el
caso.
–¿Y dónde está esto? Me parece curiosa.
–A pocos kilómetros pero, coño, ¿no vais
para allá? –añadió señalando nuestras mochilas adornadas con vieiras, que luego
se nos cayeron y no repusimos y que delataban claramente nuestra condición.
–Sí, bueno, hacemos el Camino, pero no me
suena esto. En nuestra guía no viene.
–Dejaos de guías y de hostias que ya os la
encontraréis.
–¿Y qué tiene que ver con el bar? –seguí
indagando.
–Bueno, no sé, que dicen que la hicieron
los templarios que anduvieron por aquí o no sé qué.
¡Los templarios!
–Pues nada, papá, habrá que pasarse, ¿No?
–Pues pasaremos, además, si dice este
hombre que está a pocos kilómetros… Y ello a pesar de que en El Camino un
kilómetro de más hay que meditarlo bien, y de que mi padre es reticente en
cuanto a eso. Se pone picajoso.
Tras pagar la cuenta y despedirnos
cordialmente, volvimos sobre nuestros pasos hasta llegar de nuevo al ayuntamiento,
pasar por la sorprendente iglesia de San Cernin que ya nos describió nuestra
amiga la víspera y arrancar por la calle Mayor.
Aquella vía debió de ser la mayor en algún
momento del medievo pero con los ojos de hoy quizás sea difícil no sorprenderse
ante ese nombre puesto a una calle del casco viejo, estrecha, de unos
ochocientos metros de largo, eso sí, totalmente recta y que discurría entre
casas de vecinos más viejas que antiguas. Pero hay que decir que en Tarragona
su calle Mayor tampoco sigue la idea de calle «Mayor» que tenemos por lo
general en la cabeza. En eso se parece Pamplona a mi ciudad. Hay que volver.
Al final de la calle, tal y como estábamos
advertidos por Camino, se encuentra la iglesia de San Lorenzo. Se reconoce
perfectamente por los forjados en forma de parrilla que hay en su exterior,
señal inequívoca, en la iconografía católica, del santo al que está dedicada
aquella construcción.
No llamó nuestra atención. Parece un templo
relativamente reciente, comparado con la catedral o San Saturnino. No llegamos
a entrar pero, por lo visto, la imagen de san Fermín se encuentra en el
interior de San Lorenzo. Desconozco si en Pamplona hay una iglesia dedicada a
san Fermín. ¿No es esto otra rareza?
Seguimos avanzando. Salimos del casco viejo
y, en pocos minutos nos enfrentamos a una recia fortaleza. Claramente de
carácter defensivo. En mis pesquisas posteriores descubro que se trata, tal y
como sospechábamos, de una antigua construcción militar cuya finalidad no era,
como podría pensarse, servir de defensa adicional a la ciudad, ya de por sí
bien pertrechada por las solidísimas murallas que hemos podido, en parte,
contemplar.
Parece que tras la conquista de Navarra en
1512 y su relativa incorporación a la Corona de Castilla (la Comunidad Foral
tuvo virrey hasta el siglo XIX y siempre ha tenido leyes propias, los famosos
«fueros»), ni los austrias ni los borbones se fiaron nunca del todo del
carácter levantisco de los locales y decidieron tener de manera permanente un
destacamento fiel a la Corona, extramuros y bien defendido, que permitiera
controlar futuras veleidades secesionistas.
No obstante, a mi curiosa mirada de
concejal le llamó la atención otra cosa.
Camino, nuestra improvisada y entusiasta
cicerone, en su pío discurso nos había colado algo que en este momento se me
venía a la mente.
–Pamplona, además de con otras ciudades, se
encuentra hermanada con Yamaguchi, que está en Japón. El parque más grande de
la ciudad, además, se llama así, «Yamaguchi».
–Y qué tiene Pamplona con los japoneses.
¿Les gustan mucho los sanfermines?, ¿los toros? –Preguntó otra de las
parroquianas. Admito que mi padre y yo prestábamos poca atención en ese
momento.
–No, mujer –prosiguió Camino–. En Yamaguchi
es donde san Francisco Javier levantó la primera misión católica que hubo en
Japón, que de aquellas se llamaba Zipango.
No me preguntéis cómo fui capaz a
posteriori de recordar aquellos datos. En ese momento solo fui consciente de
que el mayor parque de Pamplona tenía nombre de tamagochi y esto se me hizo
raro al contemplar en ese momento una inmensa explanada de hierba, muy verde,
limpia y cuidada, que rodeaba casi por completo aquella fortaleza: la Vuelta
del Castillo.
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