Mujeres y niños refugiados españoles en Le Perthus.
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Inmigrantes –
Emigrantes – Migrantes
«Usted no parece
un indocumentado»,
me dice altivo el jefe de la estación
de tren de
Ixtepex, en Oaxaca, México.
«No lo soy», le
respondo.
JON SISTIAGA, «No
te duermas, sobre todo no te duermas», El País
Empiezo estas
líneas y se me viene a la memoria una anécdota que me contaba un amigo. Los
detalles son lo de menos. El asunto que viene a colación es que este amigo, tío
solidario y que habla idiomas, se vio en la tesitura de atender a una joven y
enferma canadiense que se alojaba, sola, en un hostal, en un remoto pueblo
asturiano. Al parecer, la patrona del hostal, una vez convencida de la
inexistencia de «aviesas» intenciones por parte de mi amigo, empezó a protestar
por la ayuda que aquella extranjera estaba recibiendo porque sí, porque era una
persona en apuros. El razonamiento de la hostelera, al parecer, era el
siguiente: «Aquí, los extranjeros, mientras vengan y paguen, bien, pero en
cuanto dan problemas, que se vayan a su puta casa, que yo estuve trabajando en
Bélgica muchos años y no recibí más que patadas».
Obviamente, una
joven y, seguramente, atractiva canadiense no es un sucio musulmán que huye de
la guerra de Siria ni una madre negra que escapa de la hambruna en Mali o
Guinea Conakry ni…, pero el razonamiento de aquella recia y añosa hostelera
asturiana parece ser el mismo que hacen los gobiernos europeos con los trenes
de Hungría o las pateras del Mediterráneo.
La historia del
Homo sapiens es la de sus migraciones. Desde aquellos africanos que salieron
sin pateras hacia Europa hace 45.000 años –y acabaron a la postre con los
europeos originales, parece que de pensamiento más tosco–, hasta los
movimientos de millones de personas que vemos en la prensa en la actualidad y a
los que tratamos, como a aquella asturiana en Bélgica, a patadas.
En todos los
casos, no obstante hay un elemento que homogeniza, que hace que todas las
migraciones, en el fondo, sean la misma. Pienso además que es un elemento que
no se valora de manera adecuada cuando vemos esas fotos o esos reportajes de
seres hambrientos, con frecuencia desarrapados, muertos de frío. Para que una
madre tome a sus hijos, a veces lactantes y se embarque en una frágil chalupa a
atravesar el mar, sabiendo que se juega la vida y la de lo que más quiere en el
mundo, ¡cómo tiene que ser lo que deja atrás!
Me molesta mucho,
me hace sentir mal, me asquea hasta la náusea, ese clima que parece afectar a
nuestras sociedades, a nuestros gobiernos, de tratar a los
refugiados-migrantes-emigrantes-inmigrantes (la corrección política nos hace
retorcer el lenguaje hasta el ridículo) como si fuesen gente que viene a
aprovecharse de nuestro trabajo, de nuestro bienestar, de nuestros médicos,
casas… De verdad, ¿nos detenemos por un momento a pensar de qué estamos
hablando?
Desde Europa
nuestros gobiernos, nuestras empresas, nuestras élites económicas se han
dedicado durante siglos a expoliar continentes enteros. Aún lo hacemos, de
manera más amable pero los dispositivos electrónicos que todo europeo porta en
sus bolsillos funcionan, no lo olvidemos, gracias a minerales –tántalo,
concretamente, que se saca del coltán– cuya explotación sigue causando guerras
y hambrunas. Resumiendo, y para ser muy claro, alimentamos guerras civiles y
tratamos a las víctimas como apestados cuando huyen de la muerte.
Hace un par de
días, Soledad Gallegó-Díaz preguntaba en una emisora de radio «¿Pueden dar
alguna explicación?» y empezaba su alocución con las siguientes palabras: «El
pasado sábado se celebraron en muchas ciudades españolas manifestaciones en
protesta por la incapacidad de la Unión Europea para hacer frente a la crisis
de los refugiados y para exigir que se habilite un pasaje seguro, en lugar de
consentir que los refugiados —que huyen por miles de la guerra y de la
violencia— se ahoguen en el Mediterráneo o sufran todo tipo de penalidades en
su largo trayecto por Europa» y añade «Es difícil comprender por qué ni el
PSOE, ni Podemos, ni Izquierda Unida, ni Ciudadanos, ni Comisiones Obreras, ni
UGT ni los otros grupos políticos y sindicales convocan a los ciudadanos a
expresar su rechazo a la postura del Gobierno español».
La Comisión
Europea encomendó a España acoger a 17.000. Cuando se escriben estas líneas los
refugiados no alcanzan la veintena. Y no de millar. Literal. 1, 2, 3, 4, 5, …
hasta 17.
¡Y parece que nos
da igual! Parece que nos dan igual los apaleados en los andenes y las
fronteras, miramos hacia otro lado cuando los alambres de espino se tiñen de
rojo, cuando se rocía con gas mostaza a mujeres y niños, ignoramos que el
Mediterráneo se llena de cadáveres. Olvidamos a sabiendas que la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, que obliga a todos los gobiernos y
administraciones, no se hizo para austriacos, alemanes, daneses o españoles,
¡se hizo para todos y para todas!, ¡allá donde estén!
¿Y qué les damos
de comer si para nosotros no tenemos?, ¿y quién los cura y los enseña si a
nosotros y nosotras nos recortan en prestaciones sanitarias y educativas?, ¿y
dónde van a vivir si en nuestras ciudades se desahucian familias por no poder
pagar la hipoteca o el alquiler? ¿Y por qué «ellos» son «ellos» y nosotros no
somos ellos? ¿Nos diferencia la cultura?, ¿el idioma?, ¿la religión acaso? Y si
fuera así, ¿eso los convierte sujetos de menos derechos que nosotros?
¿Nos parece
razonable, admisible, sensato que a aquella recia asturiana la trataran en
Bélgica a patadas?
Detesto la
demagogia, tanto la del discurso de «vienen a robarnos el trabajo» como la de
«hay que ayudar a estos pobrecitos que lo pasan tan mal». Y parece que entre
ambos planteamientos apenas hay espacio para el pensamiento. Y hay que repensar
nuestros modelos de desarrollo, hay que repensar la manera en que nos
relacionamos con otros países, hay que repensar si cuando mantenemos puestos de
trabajo en sectores no productivos –en vez de invertir en desarrollo– no
estamos, a la vez, alimentando el depósito de gasóleo que mueve las pateras.
Es urgente y
necesario desarrollar un marco global de convivencia política y económica, pero
no desde la bondad moral sino desde el sentido común y el aprovechamiento
mutuo. No se pueden poner puertas al campo, ni al mar, ni al hambre ni a la
miseria. Europa es fruto de las migraciones de los pueblos indoeuropeos;
España, fruto de las migraciones de fenicios, iberos, celtas, romanos,
germanos, árabes y bereberes; Catalunya desde antiguo ha sustentado buena parte
de su riqueza en las sucesivas migraciones del sur de Francia y del sur de
España. O todos y todas somos capaces de crear ese marco global, nuevo y que
valga a los distintos pueblos, o ya no es que seremos peores personas –quizá ya
lo somos–, es que una negra sociedad distópica acabará por organizar las vidas
de nuestros hijos. Lo he dicho en algún tuit, aunque sea por puro egoísmo y
estrategia, para no dejar un mundo caído totalmente en el derribo ético a
nuestros hijos, conviene dar salida y ofrecer alternativa y perspectivas a esas
personas que vienen huyendo de bombas y de matanzas.
¿Qué Europa es
esa que estamos construyendo, que permite que miles de familias con niños,
tengan detrás las bombas y la matanza, y delante, solo policías y alambradas?
¿qué harías tú en su lugar?
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