Alguien os ha dicho que el ferrocarril era
una mala cosa.
Y eso es una mentira, puede hacer un poco
de daño aquí y
allí, a esto o aquello…
Pero el ferrocarril es una buena cosa…
GEORGE ELIOT: Middlemarch.
De las elecciones nos han dicho lo que se
menciona del ferrocarril en la novela de la británica George Eliot (nacida Mary
Anne Evans), «que son mala cosa», pero son buena cosa. Es un tema de hábitos,
de salud democrática. Es conocido que en la muy democrática Suiza lo votan
«todo». Es cierto que la participación en estos referendos que realizan,
domingo sí, domingo no, para someter a la opinión popular las cuestiones más
inverosímiles es ciertamente baja. Uno va a votar si el asunto que se consulta
resulta de su interés y es legítimo que a uno le importe menos la compra de
unos nuevos camiones de basura para su cantón que la raza de la manzana de
Wilhelm Tell. ¡Pero no pasa nada! Los suizos, como otros países –no muchos, la
verdad–, mediante estas consultas han ido adquiriendo una paulatina cultura
democrática y, sobre todo, de ciudadanía soberana francamente envidiable. Nadie
podrá decir que la democracia Suiza, como se ha apuntado en otras latitudes, es
una «dictadura renovable cada cuatro años».
Estamos lejos de alcanzar esa conciencia de
autogobierno ciudadano. De hecho, aquí se ha repetido muchos estos días que las
elecciones «cansan». En serio, ¿es tan cansado acercarse un domingo a la mesa
electoral en algún rato perdido, coger una papeleta, sacar el DNI o similar y
meterla en una urna? ¡Claro que no! Y sin embargo se nos advierte de que en los
comicios del próximo 26 de junio se prevé un grado de abstención sensiblemente
más alto que el del pasado 20 de diciembre.
Pero estos «cansancios» son peligrosos.
Especialmente si tenemos en cuenta que hay una importante masa de electorado
que se acerca a las urnas como si fuera a fichar, ¡y ficha! Y siempre a los
«suyos». Y no importa que los suyos hayan protagonizado los mayores escándalos
de corrupción colectiva que, posiblemente, se han dado jamás. Hay contendientes
electorales que de ser una simple empresa privada ya habrían sido intervenidos
por la Audiencia Nacional, suspendidas sus actividades y, posiblemente, todos
sus dirigentes «investigados» (forma moderna de decir «imputados») por
pertenencia a organización criminal. Podemos vestirlo como mejor nos parezca
pero la realidad es esta.
Por cierto, recordadme que le pregunte a
Pedro Sánchez, cuando coincidamos en algún acto, por qué manifestó público
arrepentimiento semanas después de adjetivar de «indecente» a Mariano Rajoy.
Tengo yo curiosidad. ¿Tal vez la conclusión de alguna encuesta?..
No cabe el desaliento –el cansancio– desde
el momento en que los hay que nunca se cansan, y no nos podemos permitir seguir
con las políticas que nos han traído donde estamos. Y no hablo solo de las
políticas económicas sino sociales, culturales, de calidad democrática, de
vertebración territorial… de refugiados en Europa… donde recuerdo que quienes
están decidiendo son sobre todo, los estados… o mejor dicho, sus gobiernos…
Todos quienes nos dedicamos de manera
provisional a la política institucional como primera ocupación somos
conscientes de que la ciudadanía termina hastiada con las campañas electorales,
con los titulares de una prensa cada vez más mediatizada que hay que leer entre
líneas para separar las intenciones (a veces aviesas, llegando a la
intoxicación) de la pura y simple información. Nuestra serie favorita que deja
de emitirse porque la ley electoral obliga a que tengan lugar no sé cuántos
debates en, a veces, formatos inverosímiles. De los permanentes discursos… cuyo
análisis de las retóricas no depende tanto del contenido del mensaje como del
propio emisor. Alabamos a los propios y ponemos de vuelta y media los ajenos.
(Quienes seguís mi trayectoria sabéis que
entre mis millones de defectos como político no se encuentra, precisamente, el
de dar la razón a los propios si creo que no la tienen, pero seguro que a pesar
de mi empeño en ser honesto –«honesto» no significa siempre «acertado»–, seguro
que cargo también con esta tara).
Tengo la certeza de que en el PSOE y, quizá
también en el PSC, existía la certidumbre de que los distintos encajes
territoriales y baronías del partido iban a imposibilitar un gobierno de
progreso casi desde el propio 21 de diciembre. Esto provoca, además, un feo
efecto secundario y es que, para acabar de quitar emoción al asunto, esta
larguísima campaña va a pivotar más en clave de convencer a la ciudadanía de
que la culpa de que haya nuevas elecciones es del otro que en torno a
propuestas programáticas e ideológicas. Rajoy ya ha empezado a hacerlo pero
seguro que no será el único.
Soy de la opinión, seguramente como la
mayoría de vosotros y vosotras, de que en España falta cultura de pacto. Poco a
poco, desde ayuntamientos y comunidades autónomas nos vamos habituando a ver
que «pactar» significa hacer un esfuerzo para, desde distintos puntos de vista,
determinar los problemas y, por supuesto, buscar métodos de resolución de los
mismos. En otros países de nuestro entorno los gobiernos de coalición son algo
normal. Casi nadie entiende que gobernar con otros partidos sea un simple y
grosero cambio de cromos (o sillones de ministro). Es natural que si la
población es plural el gobierno de la misma también lo sea.
Quizá un caso extremo es el de países como
Marruecos –por cierto, bastante más democrático de lo que con frecuencia nos
vende la opinión publicada–. En el reino vecino se celebran elecciones, el Rey
encarga formar gobierno al presidente del partido más votado y el Consejo de
Ministros tiene una composición proporcional a la representación en la cámara
de cada uno de los partidos. Esta curiosa manera de formar gabinete da lugar a
que comúnmente coexistan en la mesa del Consejo de Ministros personajes procedentes
de opciones ideológicas hasta radicalmente distintas.
La alauí no es mi opción, desde luego, pero
no sería mala cosa que la ciudadanía, en segundo lugar, y los partidos, en
primero, nos concienciásemos de que las cosas ya no son como antes. Quizá hemos
alcanzado un nivel de descontento social –justificado en muy buena medida– que
nos obliga a reinventar la manera de organizarnos, a reinventarnos, y eso pasa,
indefectiblemente, por adquirir una cultura de gobiernos plurales que, como
indicaba antes, nos es muy ajena.
Las elecciones son cosa buena. Desde luego,
mejor es tenerlas que carecer de ellas pero a ver si somos capaces de que, tras
el 26 de junio, hacer las cosas mejor, bajar los egos y conformar un gobierno
que nos saque del lugar al que nunca tendríamos que haber llegado.
Falta mucho para el 26 de junio y estas
semanas se nos van a hacer muy largas. Pero me doy ánimo, os pido ánimo y si
mantenemos este elevado, el optimismo está más que justificado.