14 de abril
En la base naval embarcó en un buque de la armada, el Príncipe Alfonso, que lo llevó, bajo
pabellón monárquico, al puerto de Marsella. Nadie lo recibió porque eran las
cinco de la mañana. En taxi se dirigió al hotel Noailles, donde descansó unas
horas. A las 12.20 de esa misma mañana, Alfonso XIII subió al tren de París.
Alfred Font Barrot: La
salida del Alfonso XIII
Hace pocos días fue 14 de abril. La
asociación «També hi som» de Roda de Barà me invitó a un acto conmemorativo de
la fecha y para allá que me fui.
Los 14 de abril suelen ser fechas solemnes
para las personas de izquierdas, tanto más cuanto más romanticismo sustente la
propia ideología, los propios ideales.
Es curioso lo de España. No sé de ningún otro
país en que el debate monarquía-república esté tan vinculado a la dialéctica
izquierda-derecha. En principio, más allá de lo obvio, ser demócrata, también
para designar al jefe del estado, no parece algo ideológico, ¿no? Al final de
este escrito encontraremos un intento de explicación al fenómeno.
Seguramente, el principal hándicap que ha
sufrido la familia socialista en España ha sido, precisamente, la falta de
romanticismo. Felipe González ganó aquellas históricas elecciones de 1982 –202
diputados, no lo olvidemos– por muchos motivos pero, entre ellos, por el halo
de romanticismo que alumbró su campaña, sus propuestas, su proyecto, su propia
persona. Luego se vio obligado a echar mano del siempre poco romántico
pragmatismo en aras de modernizar el país y sacarnos del tenebrismo franquista,
de aquel anacronismo que era España en una Europa que avanzaba a marchas
forzadas hacia la modernidad y a la que hubimos de seguir a la carrera. No es
momento de analizar si corrimos mucho o si lo hicimos en la dirección adecuada.
He dado varias veces muestras de mi opinión crítica al respecto.
El PSOE, por otra parte, según cuentan los más
viejos de esta plaza, escenificó serias reticencias hacia la aceptación de la
figura de aquel rey nombrado por Franco. Hay hasta quien me cuenta de serios
enfrentamientos en manifestaciones entre socialistas, que portaban la tricolor
roja, gualda y morada y ¡comunistas! Estos, obligados por los pactos entre
Suárez, Juan Carlos y Carrillo, se comían con patatas aquella rojigualda que
había servido durante varias décadas para reprimirlos.
Sea como sea, el debate república-monarquía,
aunque no parece estar en la calle, es recurrente, especialmente en los 14 de
abril, quizá por puro romanticismo. Quizá en Catalunya esté más vigente pero
por motivos en realidad ajenos a aquella proclamación, y que no considero
preciso abordar ahora.
Me declaro republicano convencido. Casi todos
en el PSC y, hasta donde sé, en el PSOE nos sentimos republicanos. No puede ser
de otra manera. El que la Jefatura del Estado –o cualquier otra magistratura–
sea ejercida por la evolución de quien venció en una alocada carrera de
espermatozoides suena, como poco, ridículo. El que existan aún en el mundo
regímenes monárquicos es un anacronismo difícilmente defendible. Y no encuentro
argumento político o filosófico que pueda sustentar su vigencia hoy día. Ahora,
si nos parece, hablamos de nuestras realidades.
Los mayores, bueno, algunos mayores, nos
dicen también que la Transición se hizo como se pudo. Es un hecho que en 1975
salíamos de una dictadura católico-militar que había durado casi cuarenta años.
Asimismo es un hecho que el nuevo jefe del Estado, nombrado por Franco, hereda
los poderes de este, ¡hasta las facultades para nombrar obispos! Y, con una
inteligencia que pocos le presuponían lejos de su círculo inmediato «ordena»,
porque así podía hacerlo, encaminarnos a marchas forzadas a un sistema
parlamentario, democrático, europeo y moderno en el que, precisamente, él cede
sus poderes al pueblo español, a la soberanía popular. Y hasta tuvimos un
intento de golpe de estado, cuya solución, cuanto más avanza el tiempo, por
cierto, está más cubierta de sombras que de luces.
No pretendo con estas líneas acotar ni
reivindicar el protagonismo a Juan Carlos I. Hubo muchos más artífices y,
sobre todo, fue el pueblo español en su conjunto el artífice de este cambio que
nos situaba en un nuevo escenario y que, es importante decirlo, conjuraba la
posibilidad de regresar a la legalidad republicana conculcada por unos
militares traidores y mancillada por oligarquías económicas y religiosas. ¡No
pudo ser!
El resultado de aquella operación fue el
sistema actual, nuestra monarquía parlamentaria que, con sus luces y sus
sombras, nos ha traído al periodo más largo de estabilidad que ha conocido
nuestra tierra desde… ¿Trajano?
Pero, por otro lado, incluso dando por bueno
que aquello tuvo que hacerse así, ¿y hoy? ¿La monarquía es una suerte de pecado
original con el que nacemos pero del que no hay sacramento que nos limpie?
¿Acaso yo, y menos aún los y las más jóvenes que yo, debemos sentirnos
comprometidos, atados, hasta el punto de no cuestionar el relativo consenso
social de 1978?
España, y dentro de ella Catalunya, exige una
reforma histórica. Dar una vuelta al país, un reforzamiento de las estructuras
políticas, económicas y culturales. Creo que estamos de acuerdo en esto incluso
personas de sensibilidades políticas alejadas. Ahora bien, ¿es un problema la
monarquía? O preguntado de otra manera, ¿la forma de estado es parte del
problema?
Hay quien defiende no hablar de esto y me voy
a permitir usar argumentos que podría poner sobre el tapete cualquier
monárquico. Veamos un par de ejemplos.
En el Reino Unido, en ese Reino Unido que fue
capaz de celebrar un referéndum de independencia para Escocia y en el que a los
británicos del norte que gritaban «queremos marcharnos» se les respondía con un
«os queremos, no os vayáis», el discurso de investidura del gobierno (del
Primer Ministro) lo hace la Reina ante la Cámara de los Comunes con expresiones
como «en esta legislatura, mi gobierno hará…». En ese estado, cuya democracia
se encuentra bien consolidada desde hace siglos y en el que poder efectivo del
rey ha ido disminuyendo de forma paulatina sin necesidad siquiera de escribirlo
(recordemos que los británicos carecen de constitución escrita), el debate
monarquía-república es testimonial. Y no
solo eso, técnicamente, son monarquías «británicas» Canadá, Australia, Nueva
Zelanda, Kenia, La India…
Permítaseme un segundo ejemplo más
sorprendente aún. Como buen socialista, soy admirador de los estados de
bienestar, la calidad democrática, la transparencia informativa, el nivel de
libertades etc. de los estados escandinavos. De ellos, Noruega, Suecia y
Dinamarca son monarquías. Para no extenderme demasiado en los detalles, me voy
a centrar en una de ellas: Dinamarca.
¡Ya me gustaría a mí que nuestro país fuera
en muchos aspectos, como Dinamarca! Dice esa enciclopedia digital de la que
tanto echamos mano que «Dinamarca es el país menos corrupto del mundo (2010) y,
según estudios, el país donde los habitantes son más felices y uno de los
mejores países del mundo para vivir».
(Como ya nos conocemos, ahora me va a salir
un lector o lectora diciéndome que el danés Noma, con René Redzepi a la cabeza,
solo pudo ser el mejor restaurante del mundo cuando el catalán Ferrán Adrià
decidió cerrar El Bulli. No entremos en eso).
La actual constitución danesa es de 1953.
Creo que nadie cuestiona el papel simbólico de la Reina Margarita II pero a fin
de ilustrar mi idea de que la forma de Estado no es tanto el problema sino cómo
se lleve esto a la práctica, me voy a permitir copiar un par de artículos de la
constitución del país nórdico.
Artículo 3 - El Poder Legislativo se ejercerá conjuntamente por el Rey y el Folketing [parlamento unicameral]. El Poder Ejecutivo corresponde al Rey.
El Poder Judicial es ejercido por los Tribunales.
Artículo 16 - Los Ministros pueden ser acusados por el Rey o por el Folketing por su gestión. El Alto
Tribunal de justicia conocerá de las acusaciones formuladas contra los
Ministros.
¡El poder ejecutivo corresponde a Margarita
II!
No obstante, quizá uno de los pecados más
frecuentes con este debate y volviendo al romanticismo del que hablaba al
inicio es que en España, cuando hablamos de «república» no lo hacemos
exclusivamente y de manera estricta de la manera de acceder a la jefatura del
estado. El republicanismo de hecho, es mucho más profundo que la simple
ausencia de rey.
Cuando aquí hablamos de república nos
referimos a la II República Española
–admitamos que la I República, con los Figueras, Salmerón, Pi i Margall y
Castelar– se quedó en buen intento.
Esa II República laica, que luchó por sacar
al país de las históricas uñas del caciquismo, del despotismo, del poder de las
oligarquías , las aristocracias y las sotanas fue el más importante intento,
quizá de toda la historia peninsular, de dar el gran salto adelante, de poner a
la ciudadanía y al humanismo como centro de la acción política y de poner,
claro está, la riqueza del país al servicio de la población y no de unos pocos.
Aquella II República coincidió con uno de los
mayores florecimientos culturales, científicos y técnicos que se han conocido.
Sí, nos acordamos de la literatura modernista, de las generaciones del 98 y 27,
pero podríamos detenernos en la filosofía, las matemáticas, la ingeniería, la
física… y su salto mortal –la guerra quitó la red– nunca antes conocido.
Los que nos consideramos republicanos lo
somos, pero no lo somos solo en abstracto, sino añorantes asimismo de aquella
República que luchó contra el fascismo, ¡y perdió! De aquella República que
usaba de la educación como la primera arma de transformación social, y de
igualdad de oportunidades.
En fin… que como estamos en las fechas que
estamos, permítaseme un sentido y romántico ¡Viva la República!