Más palabras nuevas:
Tardamos
tanto en salir de Pamplona que parecía que aquella, nuestra cuarta etapa, se
nos iba a hacer eterna.
Vamos
avanzando y al pasar por Cizur aprendo otra palabra nueva. Hay provincias en
las que por historia y tradición, las localidades son ayuntamientos, a veces
muy pequeños, de esos que dice la Constitución que se rigen por sistema de
«concejo abierto».
La
tantas veces anunciada reforma de Rajoy que amenaza con maltratar aún más a las
entidades locales pretendía, en buena medida, disminuir de manera considerable
el número de ayuntamientos españoles.
Por el
contrario, en otras provincias es común lo contrario: una localidad o lo que es
lo mismo, una concentración mayor o menor de viviendas con entidad propia y
límites más o menos fijados se constituye en pedanía o junta vecinal y la unión
de varias pedanías o juntas constituye un ayuntamiento o, como lo llaman en
Asturias, Concellu. Me cuentan incluso que en el norte son frecuentes los
nombres de términos municipales cuyo nombre no coincide con el de ninguna de
las localidades que lo constituyen, con lo que se da la paradoja de que Pedreña
(Cantabria) se encuentre en el ayuntamiento de Marina de Cudeyo pero no haya
ningún lugar físico que responda a este nombre.
En la
poliédrica Navarra la organización territorial –no podía ser de otra forma–
varía de unas zonas a otras y en la Cuenca de Pamplona es frecuente la
existencia de cendeas.
«Cendea»
es la denominación tradicional que se da por aquellas tierras a los municipios
que agrupan a varias localidades, en otras palabras, lo mismo a lo que me
refería antes con el asturiano concellu. Eso
sí, aquí tienen que llamarlo así de raro y, para colmo, por lo que pudimos
saber, ni siquiera es una denominación común a toda Navarra sino que es de uso
casi exclusivo en la comarca de Pamplona.
Pues
bien, todo esto venía a cuento de que lo que nos encontramos casi a la salida
de Pamplona es la céndea de Cizur
que, todo hay que decirlo, también ha sido pasto de la burbuja inmobiliaria y
mucho me temo que su cercanía con la capital ha sido causa de la condena a
padecer buen número de urbanizaciones de adosados sencillamente espantosas.
Aparte
del horror urbanístico que azota buena parte de la población, me llama la
atención que su iglesia parroquial se llama de San Emeterio y San Celedonio. La
iglesia tiene poco de llamativo pero su nombre me hizo recordar algo que me
contó en una ocasión un amigo de Santander. Bueno, no estoy seguro de quién me
lo contó, quizá el propio Pep Félix que, como es conocido, veraneaba en su
infancia en Cantabria.
El caso
es que los referidos santos son patrones de Santander y su importancia es tal
que el propio topónimo Santander proviene, etimológicamente, de Santi Emeterii.
Y sí, ya sé que esto de las cosas santas es muy raro pero, ¿por qué dedican aquí,
a tantos kilómetros de distancia, una iglesia parroquial a los patronos de la
capital de Cantabria?
***
Parece
que la siguiente población, Zariquiegui, no era tan interesante para la avidez
de los promotores urbanísticos porque el desastre constructivo no ha alcanzado
los niveles de la cendea que acabamos de abandonar.
En la
mayor parte del norte de España es bastante común algo que a los mediterráneos
nos llama la atención: la cantidad de viviendas que se conservan en piedra de
sillería, comúnmente caliza, en perfecto estado exterior y adornadas con
blasones con los que, imagino, sus propietarios desean hacer valer los méritos
legendarios de sus ancestros.
En Zarquiegui,
más allá de que empezamos a disfrutar de uno de los motivos que nos lanzó al
Camino –ver románico–, se mantiene en pie un buen puñado de casas blasonadas.
Siempre es un placer pasear por calles cuyas edificaciones nos trasladan por
unos instantes a la Edad Media.
La
propia entrada al pueblo se encuentra adornada por una iglesia de grandes
dimensiones –lamento no haber anotado el nombre– que, como tantas, seguramente
ha sufrido los embates de la moda a lo largo de los siglos pero que conserva
indudables vestigios románicos.
Lo que
fue, sin duda alguna, el acontecimiento de la jornada y uno de los grandes
hitos del Camino nos hará reflexionar sobre algunas cuestiones de arquitectura
religiosa pero me apetece hablar un poco sobre el románico.
Un retazo del románico al gótico
Una de
las novelas más leídas y, a la vez, denostadas de la literatura de las últimas
décadas es Los pilares de la tierra. Sí,
ya sé que Ken Follet es una referencia poco intelectual. Para muchas personas,
el mero hecho de que de una novela se vendan millones de ejemplares constituye
por sí mismo un claro ejemplo de que hay que mirarla por encima del hombro.
Con
todos los respetos, me parece una auténtica estupidez.
No voy
a entrar en la trama de amores, desamores, odios fratricidas e intrigas
palaciegas que se describen en la novela pero sí creo de justicia explicar,
incluso a quienes no la hayan leído, el hilo conductor de la misma: la
transición del románico al gótico.
Es muy
difícil caminar sobre la vía románica europea por antonomasia y que no se venga
a la cabeza ese cambio de mentalidad, de ideología, de estructuras sociales y
económicas, de urbanismo, de visión sobre dios, que fue el paso del románico al
gótico, de la Alta a la Baja Edad Media.
Las
sólidas, misteriosas, oscuras y frías iglesias románicas, con sus bóvedas de
cañón, sus plantas de cruz latina, su aparente austeridad que desaparece como
por ensalmo cuando nos detenemos a ver canecillos y columnas, con sus ábsides y
pequeños deambulatorios, corresponden a una sociedad eminentemente rural, a
unas relaciones económicas en las que el trueque aún era común, a unas
relaciones de vasallaje feudal que serían difíciles de imaginar si no fuera por
el cine y la literatura. Pero, sobre todo, el románico es el arte dedicado a la
glorificación de un dios muy particular. La oscuridad de los templos sirve para
recordar que dios está ahí, que nos mira, que nos juzga y nos castiga.
Tema
distinto es que, con el paso de los siglos y despojados en nuestro interior de
esta imagen de dios misteriosos, lejano y punitivo, podamos encontrar en las
iglesias románicas, en su sencillez y silencio, un encanto y una paz que otras
manifestaciones arquitectónicas no alcanzan.
¡Pero
qué narices! Los catalanes sabemos mucho de románico, ¿o no? Aunque es cierto
que «nuestro» románico, en su pureza tiene su singularidad y, por lo general,
el arte altomedieval catalán no es tan hermético como el que se encuentra en
minúsculas ermitas o grandes iglesias del camino de Santiago, al norte del
Duero.
Ken Follet
narra, creo que con bastante rigor, la enorme transformación social que supuso
el final de esta ideología románica. Nos habla de la migración de los pequeños
pueblos a las grandes ciudades que empiezan a levantarse, de unas minúsculas
partículas, atisbos, de libertad personal que asoman como sin querer aquí y
allá. Describe, no hay que olvidarlo, la aparición de lo que con el tiempo se
convertiría en el capitalismo –una de las protagonistas se «inventa» un mercado
de opciones y futuros en el que la commodity
son vellones. Y en ese contexto convulso de trasformaciones sociales, los
principales personajes son, como no podía ser de otra manera, constructores de
catedrales, de grandes iglesias góticas, de centros de oración en entornos
«urbanos», destinados a acoger a grandes grupos de población y en los que el
creyente deja de bajar la cabeza, como en el románico, para alzarla hacia un
dios padre, protector, luminoso, con el que la relación comienza a ser más
humana.
Aparecen
los arcos ojivales, las complejísimas bóvedas de crucería, los enormes
ventanales por los que entra la luz: una sociedad nueva para un mundo nuevo. Y
como tantas cosas modernas, el románico, a la mayor parte de los territorios,
llegó desde Francia.
De
pequeño me explicaron que las iglesias católicas se orientaban al este, quizá
para que apunten hacia Jerusalén o, simplemente, para que el sol de la mañana ilumine
el altar. Tomé conciencia plena de este hecho cuando, en la novela, uno de los
personajes que está ubicando lo que será una enorme y novedosa catedral, toma
al amanecer un palo y una cuerda, pincha el palo en la dirección por la que
está saliendo el astro y, en línea recta y con la cuerda, fija el eje de lo que
será la nave principal del templo.
Perdonad
que entre en todos estos detalles pero es que desde entonces no puedo dejar de
comprobar, cada vez que veo una iglesia medieval, si está «bien orientada».
Pero
nuestro camino, el Camino, es anterior a todas estas moderneces del gótico y
las vidrieras. Es cierto que nos toparemos con fantásticos edificios religiosos
adornados con grandes cristales, impresionantes arbotantes –qué recurso
constructivo tan ingenioso– e imponentes torres, pero la inmensa mayoría serán
recoletos y robustos templos en los pueblos o, muchas veces, a las afueras de
estos.
Luego
seguimos hablando de románico que…
***
Leyendas
Antes
de entrar en el ya anunciado acontecimiento de la jornada, quisiera hacer
referencia a otro aspecto que me llama mucho la atención del Camino.
El
hecho religioso, claro está, se encuentra ligado, por definición, a lo
sobrenatural. Nada hay más sobrenatural que creer es un ser al que nadie ha
visto, cuya existencia no puede demostrarse ni dejarse de demostrar pero que,
de alguna forma inasible para el entendimiento humano, está ahí, para bien y
para mal.
El
Camino es algo sobrenatural en sí mismo. Ya dije antes que aunque pudiera
parecer que es el medio para alcanzar el fin, que sería la tumba del apóstol,
en realidad, es, si me permitís el símil, como el sexo, que puede acabar en un
orgasmo pero, en realidad, si es bueno, es un fin en sí mismo y la presunta más
que pretendida meta es lo de menos.
Esta
centralidad de la marcha, unida a esa ideología medieval de la que hablaba
antes, oscura, silenciosa y muy impregnada del temor a dios propicia que el
camino esté lleno de lugares asociados a alguna leyenda. No las conozco todas,
seguro que ni siquiera la mayoría, pero solo con las que nos han narrado
tendríamos para escribir un grueso volumen que no sé si alguien ha abordado ya.
En
aquella ocasión, este curioso pueblo de casas blasonadas y portadas románicas
fue motivo para que una pareja de experimentados peregrinos alaveses –habían
hecho ya varias veces esta ruta y ganado el cielo en distintas ocasiones– nos
narraran el origen de una fuente que se cruzó en nuestro camino y en la que nos
detuvimos a llenar las cantimploras.
Parece
que en algún momento indeterminado, marchaba camino de Compostela un ya anciano
peregrino, escaso de salud pero más escaso aún de viandas y cuya cantimplora
–una calabaza hueca que asimismo se ha terminado convirtiendo en símbolo del peregrinaje–
hacía tiempo que era proclive al eco cuando se abría. Vamos, que el pobre
hombre estaba hecho polvo, sin agua, sin comida y más muerto que vivo.
El
peregrino, viendo acercarse sus postreras horas, se dejó caer en aquel punto
más a encomendar a dios su alma con sus últimos alientos que a descansar.
El
diablo, siempre cercano, como las aves carroñeras, a los seres más débiles,
transmutado en una bella muchacha, abordó aquellos despojos humanos y prometió
dar alivio y agua a sus muchas aflicciones a cambio, eso sí, de que el anciano renegara de dios, de la virgen y del
mismísimo apóstol.
Cuentan
también que el pío caminante tuvo unos momentos de indecisión pero, finalmente,
se vino arriba y decidió que si dios lo llamaba a su presencia en ese momento,
no era él quién de andar haciendo trampas y pactando con extrañas muchachuelas
dispuestas a mancillar su virtud y apropiarse de su alma a cambio de prestarle
un breve plazo su exangüe cuerpo mortal. En resumen, que el peregrino comenzó a
orar y la muchacha, visiblemente enfadada, se fue por donde había venido.
En
aquel lugar, instantes después, un ángel golpeó el suelo y, ante la atónita
mirada del moribundo que, quizá, pensó que el altísimo yo lo había llevado con
él, hizo brotar una fuente que sirvió para saciar la infinita sed de nuestro
protagonista: la fuente de la Reniega.
***
Monte del Perdón (el de la foto, con su Monumento al Peregrino) y nos perdemos
La
jornada es larga, nos hemos entretenido mucho y sospecho que podemos acabar
como en Roncesvalles.
Pasado
el manantial de la leyenda, empezamos a subir al monte del Perdón, empinadísima
y larga pendiente que termina con nuestro aliento y las reservas de agua que
habíamos acumulado en la fuente de la Reniega.
–Desde
luego, a veces el sentido del humor (negro) del que hacen gala los seres del
más allá es digno de una historia de Gila –solté al final de la cuesta.
Hasta
la cumbre del Perdón, nuestros escasos alientos impedían la charla. Como mucho,
un apocado saludo a otros caminantes que iban peor que nosotros: «en el monte,
trata con cariño a quienes adelantes en la subida, porque los volverás a ver en
la bajada». Sabias e inteligentes palabras estas que valen para el Camino, para
la vida en general y con frecuencia hay que aplicar a la política.
–No te
digo yo que no pero, ¿a qué viene eso ahora? –preguntó mi padre.
–Hombre,
ya me contarás. Hay que ser puñetero para… Bueno, acuérdate del tipo de la
leyenda de la fuente que nos contaron abajo. El tío medio muerto, prefiere
morir a renegar de lo sagrado, como premio le ponen una fuente para que beba y
luego, al pobre, le hacen subir un pedazo de cuesta como esta. No me digas que
el ángel no se podía haber estirado un poco y subir al hombre, al menos, hasta
aquí.
–Ya,
visto así… –respondió, lacónico, mi padre con cara de pensar en silencio «este
hijo mío es medio memo».
Seguimos
caminando con la esperanza de que ya no encontraremos grandes pendientes casi
hasta pasar León. Y nos quedan muchísimos kilómetros para que eso ocurra. No
tenemos un lugar preestablecido en el que finalizar nuestra marcha pero, como
ya he indicado, tardaremos años en completar el Camino.
Más
adelante, aparte de un curiosísimo monumento al peregrino, llama la atención el
auge que tienen las «plantaciones» de aerogeneradores en toda Navarra.
Charlando
de ello con otros compañeros nos cuentan que Gamesa Eólica tiene una
importantísima implantación en la región y que, ojo al dato, cuentan con más de
un quince por ciento de cuota de mercado ¡mundial! en el sector. Y luego en
Tarragona presumimos de nuestro polo químico.
No
sé si me parece más sorprendente el dato o el hecho de que sea desconocido por
la mayoría de las personas, incluido Carlos, mi padre que, como ya expliqué
hace unas páginas, trabajó en el sector energético muchísimos años.
Puente
la Reina parece que va estando cada vez más cerca y, aunque arribemos algo
tarde, si nada se interpone en nuestra marcha, parece el lugar idóneo para
cenar y pernoctar.
Pero
no fue así. Entramos en el término
municipal de Muruzábal y…
–Papá,
¿ves ese cartel?
–Sí,
¿qué tiene de particular? Por ahí se sale del camino.
–Ya,
ya sé que se sale, pero nos vamos a salir. Tampoco tenemos prisa y si no
llegamos al albergue de Puente la Reina, otro sitio encontraremos para dormir,
¿no?
–Por
supuesto, pero no sé qué es lo que te llama la atención, no sé dónde quieres
ir, no sé qué tiene de extraño ese cartel y, lo que más me preocupa, ¡te dije
esta mañana que te pusieras un gorro, que el sol te iba a hacer daño en la
cabeza!
Aunque
no había dado aún más explicaciones, mi padre había detectado en mis palabras
una curiosidad y un entusiasmo que no alcanzaba a comprender.
Pero
yo lo tenía claro, teníamos que desviarnos.
[to be continued...]